Organizado por la UNAM, la Sociedad
Defensora del Tesoro Artístico de México,
el INAH, CONACULTA y la Comisión de Arte Sacro de
la Arquidiócesis de México, se llevó a
cabo un homenaje en memoria de la vida y obra de Manuel
González Galván, investigador del Instituto
de Investigaciones Estéticas, fallecido en diciembre
de 2004.
A continuación damos a conocer las intervenciones de
algunos de los participantes del evento.

La importancia de ataviar la vida con formas y palabras.
Ana Lorenia García
...así como el gótico con
sus amplios vitrales polícromos
encapsuló el
arcoiris en los interiores, el barroco, con las ascuas
chisporroteantes
de los retablos dorados
en todas sus modalidades, capturó los
rayos del Sol.
Manuel González Galván. Conocí personalmente al arquitecto
en lo que se podría denominar su “etapa clásica”,
lo cual fue un verdadero privilegio. En ese momento don Manuel
parecía disfrutar más todo lo que hacía,
incluso la urgencia de terminar las tres cosas que, según
me dijo, le permitirían “jubilarse”. Uno
de esos tres pendientes era la guía de arquitectura
religiosa de la Ciudad de México en la que me invitó a
participar a finales de julio del año pasado.
Al principio estaba nerviosa porque compartiría créditos
con uno —de hecho con varios— de los estudiosos
más importantes de la arquitectura mexicana; un autor
que había leído y de quien conocía su
sobresaliente trayectoria. Sin embargo, mi nerviosismo desapareció durante
la primera reunión que tuvimos, pues a partir de ese
momento pude disfrutar de su gran sentido del humor, de su
excelente conversación y de su generosidad.
Aquellos ajetreados días de trabajo, cargados de fechas
límite y de reuniones, fueron una lección para
alguien que como yo, se encuentra más bien en su “etapa
rococó”. Así, mientras corría
agobiada por nuestra querida megalópolis, don Manuel
me esperaba sereno en su casa de Coyocán o me llamaba
por teléfono para comentar las fichas de los edificios
que yo iba elaborando. Esos encuentros se convirtieron en
un recreo.
La primera vez que me recibió en su morada, con todo
y la premura del trabajo, el arquitecto me mostró su
capilla doméstica ornamentada con las “modalidades
del barroco mexicano” definidas por él mismo... ¡Qué maravilla!,
ahí estaba yo, ante las formas en piedra de lo que
este hombre había intelectualizado hacía varias
décadas, y de las que había oído hablar
por primera vez en las clases de licenciatura de la Facultad.
Estaban el “barroco tablerado”, típico
de su amada Morelia; el “barroco estípite” y
el casi impronunciable para algunos “barroco tritóstilo”.
Seguidamente y en pocos minutos, me explicó de qué se
trataba la guía: el redactaría la introducción
del siglo XVIII y yo las fichas de las obras correspondientes
a la misma centuria. Me mostró el contrato de trabajo,
definimos las fechas de entrega y aclaramos algunos puntos,
para después pasar a lo mejor: Admirar y platicar
acerca de sus autorretratos, de su obra plástica y
del catálogo de la “Exposición retrospectiva” presentada
en el 2001.
Sus pinturas me atraparon: estaban llenas de piedad pero,
también de cierto carácter lúdico y
profundamente enternecedor. Así, por ejemplo, el Ángel
cojo en las Rosas del que comentó, palabras más
palabras menos, “¡claro!, voltea nostálgico,
porque ya no puede jugar con sus amigos”.
Otra obra que me cautivó por su dulzura fue Ángel
cortándose las alas; cuando me detuve en ella, el
arquitecto me contó que Francisco de la Maza al verla,
exclamó: “¡Este eres tú cabrón!...
Cómo me he reído. En verdad el arquitecto era
un apasionado de las palabras... de todas las palabras y
de su precisa utilización.
Aleccionador fue por supuesto, escuchar sus observaciones
a mis textos, las que hizo siempre con enorme prudencia,
respetando mis ideas y mi forma de expresarlas; actitud que
me sorprendía gratamente, pues me permitía
comprobar, una vez más, que las personas realmente
grandes no se ufanan de su erudición. Don Manuel siempre
se dirigió a mí como a una colega y eso jamás
lo olvidaré.
En verdad los comentarios a las fichas solían ser
breves, lo mejor venía después, cuando me contaba
sus anécdotas y nos quedábamos platicando por
el teléfono. Al concluir el trabajo me sentí liberada.
Un pendiente menos quedaba saldado; sin embargo el día
que el arquitecto me dijo: “pues ya está Ana
Lorenia, terminamos”, respondí satisfecha que
sí, pero me quedé pensando en cuánto
extrañaría nuestras amenas charlas.
Una vez que la guía estuvo en prensa, don Manuel,
siempre honesto y correcto, se halló un tanto preocupado
por la cuestión de los créditos y por el título
que llevaría cada uno de nosotros; una vez más
su pasión por nombrar los conceptos y las formas salía
a la luz. Fue así que después de meditarlo
llegó a una conclusión, pero antes de hacérmela
saber, consultó a la doctora Martha Fernández
quien me conoce muy bien y le podría dar razón
sobre el asunto. Pasado el cabildeo el arquitecto me llamó,
y sabiamente señaló: “Pues mire Ana Lorenia
yo quiero que cada quien tenga su crédito en la guía,
pero no sé bien a bien cómo aparecerá cada
uno, porque, bueno, yo hice la introducción y usted
las fichas, entonces quedaría algo así como:
Manuel González Galván: «introductor» y
Ana Lorenia García: «fichera».”
Esta noche, he querido recordar al arquitecto así,
con la chispa que lo caracterizaba, pero sobre todo con gratitud
por mostrarme la importancia de ataviar la vida con formas
y palabras.
Esta texto fue leído en el
Homenaje “Manuel
González Galván In memoriam” realizado
en el Museo Nacional de Antropologái e Historia, el
día 22 de junio del 2005.
“Desarrollo secular del templo virreinal. Introducción al siglo
XVIII”, Arquitectura religiosa de la Ciudad de México. Una guía,
México, Asociación del Patrimonio Artístico Mexicano, A.C.,
2004, p. 204.
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