Edvige Abete*
edyabete@gmail.com
Traducción de Olga Sáenz
Amigos, romanos, compatriotas, prestadme atención!
¡Vengo a inhumar a César, no a ensalzarle!
¡El mal que hacen los hombres perdura sobre su memoria!
¡Frecuentemente el bien queda sepultado con sus huesos!
W. Shakespeare: Julio César, III
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En Roma, en el corazón del Foro Romano, miles de visitantes de este mundo globalizado dejan mensajes improvisados, versos o pequeños regalos en hojas de papel plegado y pegado con gran esmero: es el homenaje silencioso y discreto al hombre que representa aún hoy en día, el poder mismo: Julio César.
El lugar se localiza justo donde César fue cremado; se halla cerca del sitio en que los Tribunos realizaban sus arengas; también es el área donde Marco Antonio reunió a la multitud con el discurso inmortalizado por la fantasía de Shakespeare y que ha nutrido a aquellas generaciones enteras identificadas con la cultura anglosajona: "Amigos, romanos, compatriotas, prestadme atención! ¡Vengo a inhumar a César no a ensalzarle." (1) Fue un magistral disfraz dialéctico teñido de habilidad y diplomacia, capaz de trastrocar en pocas horas la situación, exponiendo a los "libertadores" bajo el perfil de siniestros y brutales asesinos. En los tiempos precedentes a los idus de marzo nadie había ostentado tanto poder para gobernar la República, ni lo había administrado en forma tan sui géneris, con absoluta libertad y seguridad personales. Ninguno de sus predecesores había sido tan osado, arriesgándose en todo momento a perderlo todo. Parece increíble que un político tan genial y un estratega con su visión del futuro no haya intuido una conjura tan predecible.
Cayo Julio César era nieto del tribuno Cayo Mario, representante del partido "popular" vencido por Sila (2). La fe en sus propias capacidades, una innata aptitud para lograr consensos, así como su inclinación casi obsesiva por exaltar su propia imagen constituyen el origen de su personal relevancia, circunstancias que lo llevan en breve a convertirse en el benjamín de la plebe. Posee una personalidad atrevida y una inteligencia brillante. Llega a ser magistrado, edil (al cuidado de la ciudad), expone en el Capitolio sus colecciones de arte, promueve juegos y espectáculos atribuyéndose todos los méritos, aunque quien los financie sea Bíbulo, el rico colega con el que comparte la edilidad.
En el año 63 a.C., cuando vence a todos sus adversarios por el codiciado cargo sacro de pontífice máximo, el futuro dictador apenas tiene 38 años y se halla al borde del abismo económico (3). Llega a ser el máximo centinela de la religión del Estado mediante un gasto exorbitante: para obtener consensos, regala y ofrece grandes sumas de dinero a intereses bajísimos. Escéptico, agudo, dueño de una mentalidad laica, simpatizante del pensamiento epicúreo, posee una personal pero lúcida visión política que va más allá del horizonte republicano. Por esta razón, la liga con la cual se vincula a Pompeyo, quien representa a la facción opuesta, la de los "optimates", nunca se malogra. Ambos aspiran al gran mandato y tienen un enemigo común a vencer: el sumo poder de la clase senatorial. El matrimonio de su hija Julia, concedida como esposa a Pompeyo, sella el pacto entre ambos (4).
Para ampliar consensos políticos, César intenta cultivar la simpatía de Marco Tulio Cicerón, honrado por el pueblo con el apelativo de Padre de la patria por haber frustrado la conjura de Catilina. Cicerón intuye que la vieja República está en crisis; sin embargo, se debate entre el temor de enemistarse con el Benjamín de la plebe y sus propios sentimientos de amor y lealtad hacia las instituciones; además hace intervenir los intereses de la clase senatorial de la que forma parte. Mantiene una actitud adulatoria, una hipócrita lealtad en todas las confrontaciones, esforzándose por frenar su natural imprudencia.
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La alianza con Pompeyo, financiada por Craso, garantiza recíproco apoyo, permitiendo a César llegar a cónsul y a Pompeyo a distribuir tierras a los veteranos (5). Para proteger a la población provincial de exorbitantes impuestos tributarios y contener el poder de los magistrados en el gobierno, el propio César aprueba la ley contra la extorsión, la cual limita las ambiciones de éstos hasta el límite de negarles la posibilidad de recibir regalos. Es una novedad increíble, digna de un gran legislador que atiende y resguarda ámbitos que están más allá de los confines de su propia ciudad. Con el gobierno de las Galias todo cambia: la plebe urbana, un referente social de su política, es sustituida por un grupo numeroso de soldados. A los acaudalados de la casa localizada sobre la vía sagrada, donde se ha transferido como pontífice máximo, se aplican las severas condiciones de la vida militar: cuatro legiones, cerca de 18 000 hombres con los cuales afronta y comparte cotidianamente los peligros, las fatigas, las comidas frugales y las marchas forzadas.
La conquista militar de la Galia y su transformación en clave propagandística a través del De Bello Gallico, fueron la ocasión para que César se cubriera de gloria militar en una región no lejana a Roma, corazón pulsante de la política. La Galia se rebela con mayor fuerza de la prevista. El propio César analiza la realidad económica y social de su enemigo: al noreste, un universo poblado de gente amenazada por tribus germánicas belicosas que desafían de manera permanente a lo largo del Reno, y que intenta audazmente su colaboración para vencer a los rebeldes gálicos. Fueron nueve años de guerra que él mismo narra con un estilo esencial, casi árido, hablando de sí mismo en tercera persona. En el relato hay una mezcla de crueldad y astucia, al grado de ser denunciado en el Senado por Catón como una "violación a los derechos de la población". También se encuentran rasgos de prudencia, audacia y deseos de sondear al enemigo y conocer sus costumbres. La victoria de Alesia, obra maestra de la estrategia militar romana, es el toque final del sueño de independencia Gálica, capitaneada por Vercingétorix, así como el origen de un nuevo equilibrio geopolítico que modificará para siempre el perfil de Europa(6).
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En 49, en respuesta al fortalecimiento del poder de Pompeyo y en abierto contraste con la aristocracia senatorial, César otorga la ciudadanía romana a la Galia cisalpina; abre así las puertas a la profesión pública a todos los habitantes de la Italia septentrional, principal fuente de reclutamiento de sus legiones, garantizando con ello su gratitud y apoyo (7). En ese mismo año, la elección de cónsules que quieren privarlo del mando de las Galias y del ejército, constituye el pretexto para la ruptura definitiva entre ambas fuerzas (8). César, al sobresalir por su sentido táctico, ha cambiado sus cortes al río Rubicón, límite geográfico, con el objetivo de que los ejércitos armados no puedan cruzarlo sin que represente esta posible acción una declaración de guerra abierta contra Roma. Los amenaza con gran sigilo. Se trata, entonces, del inicio de la guerra civil. Marchando sobre la urbe romana, derrota a los soldados que Pompeyo le ha enviado a su encuentro; aun así, no renuncia a reconciliarse con él. Es un intento extremo de solucionar el distanciamiento: los persigue a lo largo de la Italia meridional para ofrecerles la paz. Sus intenciones parecerían sinceras: para ambos no hay nada que ganar mediante una guerra civil (9)
A pesar de todo, Pompeyo huye a Grecia para reorganizar su propio ejército. El pueblo está de parte de César. Además es evidente la fidelidad de las legiones hacia su carismático comandante, quien seduce a sus propios soldados al llamarlos "compañeros" (de penas y fatigas), los colma de regalos y los conmina a luchar de su lado; su actitud deviene irrefutable. ésta es el arma mortal que Pompeyo, rodeado de ricos senadores y personajes de rango, no valora e incluso ignora, firmando con ello su propia derrota. Incluso Cicerón, después de ciertas vacilaciones, lo abandonará a su propio destino sin acompañarlo a Grecia, como sí lo hicieron la mayor parte de los miembros del Senado (10).
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En Farsalia, Tesalia, donde los dos ejércitos se enfrentan, la victoria cesariana no logra la derrota del enemigo: al final quedan sobre el terreno alrededor de 15 000 pompeyanos, mientras César persigue al ejército en fuga.
Ni siquiera la muerte de Pompeyo, tramada por los consejeros del joven rey de Egipto Tolomeo, da fin a la guerra civil; por el contrario, se extiende a la provincia donde se combate como en una gran tabla de ajedrez. Cleopatra, en lucha por la regencia contra el hermano Tolomeo, prefiere permanecer al lado de César; con gran prudencia, entra con él por la noche, escondida en un tapete enrollado bajo la mirada divertida del general, quien muestra el "precioso contenido". No es la hermosura de esta mujer, ni el hijo que espera de él; tampoco la voluntad del pueblo (que la repudia) lo que, a pesar de todo, la impone en el trono de Egipto: la situación se debe, sobre todo, al cálculo político de César, quien, con el fin de sujetar al país, diseña el juego de frente a un gobierno políticamente débil (11). Apenas tiene el tiempo suficiente para saborear sus triunfos, celebrados en Roma en el 46, y alentados por la llegada de Cleopatra con el recién nacido Cesaretto (Kesarion), cuando se encienden los conflictos en los confines del Imperio: en áfrica, último baluarte de los republicanos comandados por Catón; en España, los hijos de Pompeyo agitan la resistencia; en Oriente, las legiones se amotinan (12).
En medio de un conflicto civil tan extenso, casi total, uno de los problemas que César debe afrontar es el de la recuperación de los equilibrios políticos drásticamente destruidos. Para ello, ofrece y concede "clemencia" de manera masiva y perdona a muchos de los enemigos, reintegrándolos a la vida política; involuntariamente, con esta errática decisión, arma la mano del ex pompeyano Casio y del idealista Bruto, quienes tienen grandes intereses y representan el descontento de gran parte de la aristocracia senatorial. Por primera ocasión bajo César, ese mundo arcaico de privilegios estaría, peligrosa y aun democráticamente, abriendo las puertas al reconocimiento del mérito, más que al del censo (13). En la conjura para asesinarlo participan también muchos de los irónicamente llamados "fidelísimos": Trebonio, su lugarteniente en Galia y Décimo Bruto, nombrado en el testamento tutor de Octaviano, además de heredero. Se trata de una señal de la pura intolerancia hacia un poder casi monárquico. Bastaron al pueblo sólo dos días para identificarse con Bruto y con los "tiranicidas", antes de asistir a los funerales de César, donde escucharían las palabras que Antonio pronunció durante la oración fúnebre. Antonio tiene estructurado magistralmente su discurso: muestra el manto de César ensangrentado y su testamento, en el que deja a cada uno de los trescientos monedas de "sestercios" y sus jardines para pasear a lo largo del Tíber. Con sus palabras provoca un ambiente conmocionado de resentimientos, rabia y venganza hacia los asesinos, y enciende los ánimos de los oyentes al grado extremo de llevarlos a incendiar sus casas.
A los idus de marzo, hoy como ayer, manos anónimas depositan en ese ángulo del Foro Romano flores, mensajes, regalos. No hay límite a la fantasía para los donantes, quienes depositan hojas de laurel y frases que conmueven; alguno hasta ha escrito con ignorante ironía "thanks for salad", atribuyéndole la invención de la ensalada César; famosa en América y menos común entre nosotros. Un icono inoxidable del César, cuya fama y prestigio persiste por 2000 años (14).
"¡El mal que hacen los hombres perdura sobre su memoria! ¡Frecuentemente el bien queda sepultado con sus huesos" (Marco Antonio).
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* Arqueóloga. Colaboró en el proyecto
de excavaciones arqueológicas en la antigua Lavinium, del Instituto
de Topografía Antigua de la Università degli Studi di Roma.
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