El rigor tímido y el legado: la Antología de
los Contemporáneos
Arnulfo Herrera*
arnulfoh@servidor.unam.mx
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Durante mucho tiempo se han desatado discusiones y bordado páginas
en torno a la Antología de los “contemporáneos”,
pese a que fue una más de las muchas selecciones que se publicaron
en aquella era de las antologías. Y no obstante la importancia
histórica, social, literaria del libro, no es casual ni curioso –tampoco– que
a la fecha haya pocas reediciones de aquel trabajo que firmara Jorge
Cuesta como pararrayos de una esperada tormenta de inconformidades.
Lo más probable es que, en el fondo, la Antología siga
provocando hoy en día las mismas reacciones que produjo en
su momento (salvo que los interesados o, más bien, los “perjudicados” ya
no están para alzar la voz); es casi evidente que hubo un exceso
de severidad para con las generaciones de poetas anteriores y una
enorme autocomplacencia para los propios autores de la antología
y su grupo.
Todavía nos seguimos preguntando por las fronteras entre la
sinceridad intelectual y los afanes protagónicos de los jóvenes
poetas que desplegaban una estrategia de política cultural
antes que una expresión de gusto o, para decirlo en términos
de Jorge Cuesta, una expresión de interés literario.
En todo caso, aquel “rigor tímido” acabó reflejándose
como una inconsistencia: el resquicio por donde se colaron los detractores
y el ámbito de indefinición que nos deja externar la
duda sobre la validez de un juicio o la legítima postulación
de un canon cuidadosamente depurado.
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La abrumadora inteligencia de Cuesta como polemista nos hace ver la
dicotomía de principios que generó su selección
de autores. Aquella contradicción entre el gusto –cuyo
correlato es la libertad– y el compromiso de elegir que siembra
la indecisión a priori, pues el solo hecho de escoger
uno u otro autor, uno u otro poema, introduce la contingencia. No elige
quien está libre de dudas y puede imponer su gusto, pero en su
carta a Manuel Horta, el director del semanario Revista de Revistas,
Cuesta confiesa que no consiguió la prevalencia del gusto tanto
como habría deseado su orgullo, sino tanto como lo aceptó su
humildad. Esa debilidad en el rigor, ¿fue acaso la responsable
de que la mitad de la antología estuviera dedicada a los poetas
de su generación? Sospechamos que esa parte se encuentra fuera
del criterio inicial y que el rigor tímido se aplicó sólo
a las dos generaciones precedentes que figuran en la antología
(según ellos la primera estaría compuesta por Manuel José Othón,
Salvador Díaz Mirón, Francisco A. de Icaza, Luis G. Urbina,
Amado Nervo, Rafael López; mientras que la segunda se formaría
con Efrén Rebolledo, José Juan Tablada, Enrique González
Martínez, Manuel de la Parra, Ricardo Arenales, Ramón
López Velarde y Alfonso Reyes). La ausencia de Manuel Gutiérrez
Nájera –tal vez la más admirable– y de otros
santones de la poesía mexicana quedó perfectamente saldada
desde los argumentos de Cuesta: la poesía mexicana se enriquece
con su existencia; la antología no pierde nada con su ausencia
o, en las palabras de Cuesta:
… la poesía
mexicana se enriquece, seguramente, con poseerlos; multiplica
indudablemente, su extensión; pero no se empobrece
esta antología con olvidarlos. Su presencia en
ella o no le habría hecho adquirir nada nuevo
o habría perjudicado la superficial coherencia
que quiere, para su diversidad, el rigor tímido
que la ha medido. |
La
defensa de la subjetividad se convierte de este modo en el
más sutil (pero no por eso menos eficaz) de los
argumentos para quedar fuera del alcance de las invectivas
que pudieran disparar los detractores. Ninguno de los ofendidos
entendió entonces que se enfrentaba a una retórica
distinta a la que imperaba en la República de las Letras
y que era fulminante y pasmosamente contundente.
Si como afirmó Jorge Cuesta fue la visión del
fotógrafo y no la del pintor la que privó en
el criterio de la Antología para “hallar
[la perspectiva] más económica, aquella que en
un cómodo espacio le rinda menos repeticiones ociosas,
menos huecos y más diferencias necesarias”, entonces
tampoco se le podría reprochar el haber dedicado tanto
espacio a los jóvenes, alguno de los cuales (Gilberto
Owen) ni siquiera había publicado un libro. La estricta
novedad de los trabajos hacía imposible cualquier reiteración.
Nuevamente se ponía, con este argumento, fuera del alcance
de sus detractores. Sin embargo, esta “selección
fotográfica” entraña una debilidad (al
menos en la continuación de la alegoría del fotógrafo)
y es que el “foco” estaba deliberadamente concentrado
en el grupo de sus amigos, apenas disfrazado con la inclusión
de Manuel Maples Arce, y el resto de la toma –o el “cómodo
espacio”– estaba construido con las dos generaciones
precedentes “maliciosamente” filtradas con un objetivo
que a través de esta luz parece claro: lanzar una “bomba” en
el medio con la omisión del todavía imprescindible
Gutiérrez Nájera y de otros que se sintieron
a la altura del Duque Job por el solo hecho de haber sido marginados;
su segregación los consagraba en una paradoja que no
tenía nada de halagüeño, puesto que habrían
preferido estar presentes en la fiesta aunque fuese del modo
denigrante en que estuvo Maples Arce, el poeta “aislado” que
en un “alarde de acometividad pretérita” llamó a
su isla “estridentismo”, y que le produjo los “beneficios
de una popularidad inferior, pero intensa”, el que sacó raja
del socialismo político, el que intentando escapar de “los
moldes formales del modernismo incurría con frecuencia
en deplorables regresiones románticas”, el que
desarticulaba los versos alejandrinos debido a su “escasa
agilidad” poética, el que vivía atado a
una tradición que atacaba y que sin embargo, tenía
derecho a ser incluido en la Antología gracias “a
la cohesión de su esfuerzo y la forma directa en que
se colocaba frente a los motivos mecánicos de una existencia
industrial y fabril”, ello sin tomar en cuenta, por supuesto,
que esta postura le había conferido el “éxito
transitorio” que gozaba en aquellos momentos.
Maples
Arce se vengó varias veces (incluso en una Antología de
1940, donde a mano armada intentó repetir lo que hicieron con él),
pero no terminó de resarcirse nunca. Los demás ofendidos
expresaron su resentimiento de cuantos modos les fue posible, aunque
siempre lo hicieron con inteligencia ingenua o, muchas veces, escasa.
José de Jesús Núñez y Domínguez,
el peor escritor de México (según una encuesta de los
propios “contemporáneos”), señaló que
no le importaba quedar fuera de la antología, lo que le preocupaba
era el descrédito en el extranjero, porque aquellos “señores
estaban propalando una falsedad notoria declarándose urbe
et orbi, los únicos representantes en la poesía moderna
de México”. Jesús S. Soto, un poeta joven, prefirió calificarlos
de escritores en ciernes, mientras que Miguel Martínez Rendón,
otro joven marginado que se sumaría a la llamarada del agorismo (la
tercera vanguardia que surgió en México), se contentó con
el afortunado epigrama “un volumen que vale lo que Cuesta”.
Rafael Cardona prefirió descalificar el ejercicio de las antologías “que
suelen ser obras de pequeños conciliábulos, estuches de
vanidad para «el grupo de los amigos» y los geniecillos
a la moda”, algo en lo que según él Jorge Cuesta
era toda una autoridad, y lamentaba que los muertos no pudieran defenderse
de los “vivos” que no saben respetarlos. Hasta Federico
Gamboa expresó una opinión cuya autoridad se desmoronó porque
hizo patente que no había visto el libro. Pese a ello diagnosticó el
fondo del problema:
… persigue principalmente uno
de estos dos fines: provocar una discusión, que
en mi concepto huelga, o ganarse una notoriedad por malas
artes. |
Es obvio
que la discusión sobre los valores literarios no era ociosa (porque
no la había, al menos en el sentido que la buscaban los “contemporáneos”)
y que las “malas artes” para obtener notoriedad sólo
eran malas desde la mirada de un viejo que no concebía el uso
de la sal gruesa entre los condimentos de la cultura mexicana.
Consumatum est, esta “bomba” cumplía con
aquel acto de “terrorismo necesario” que para animar el
ambiente pedían Xavier Villaurrutia y Salvador Novo glosando
el Orfeo de Jean Cocteau. A pesar de que Jorge Cuesta se
justificó en el prólogo
… y con el fin de lograr un
equilibrio en el que cada cosa adquiera naturalmente
el lugar que le basta para dibujarse y en el que todo
se distribuya y se ordene sin violencia, habrá de
ensayar varios sitios donde enfocar su lente y escoger,
por último, aquel que le exija los más
ligeros sacrificios. |
La omisión
de Gutiérrez Nájera no fue un sacrificio ligero; ni siquiera
puede afirmarse que se trató de un sacrificio realizado con ligereza,
indudablemente se trató de una acción calculada que, junto
con la inclusión de Manuel de la Parra y sobre todo de Ricardo
Arenales, llevaba muchos de los componentes vanguardistas escandalosos
que promovieron en el siglo xx el nihilismo artístico y el descrédito
de los valores establecidos.
Hay
otras preguntas directas sobre la Antología de los “contemporáneos” que
han generado las más diversas hipótesis, pero que es necesario
posponer con el fin de dar respuesta provisional a una cuestión
que parece urgente en nuestros días de revaloraciones y de la
que el caso suscitado por la Antología es el antecedente
más importante. Partamos de una base histórica innegable:
el grupo se salió con la suya y acabó imponiendo sus métodos,
sus criterios y, de algún modo, su hegemonía en la cultura
nacional. Ya sé que una afirmación de esta naturaleza
tiene muchos matices, porque de haber establecido un cacicazgo real,
los contemporáneos no habrían sufrido los estigmas de
las revistas Examen y Cariátides, ni habrían
muerto en el olvido los Gorostiza o los Ortiz de Montellano o los Owen
quien quizás, como Salvador Novo, se condenó solo. Pero
acabaron ganando la difícil batalla del nacionalismo que vendría
después de la Antología frente a enemigos de
peso completo (como Diego Rivera) y todos terminaron como nombres de
calles y sitios, mientras algunos como Jaime Torres Bodet gozaron en
vida de un Olimpo consagratorio y fueron ensalzados por los dioses de
la burocracia. El caso es que seguramente son los responsables de que
hayamos marginado a la generación de los modernistas y de que
los severos juicios impuestos por ellos hayan depurado el panteón
de los poetas mexicanos. No es un asunto de culpabilidades y por lo
tanto de acusaciones; es un llamado para retomar el espíritu
de inconformidad que animó las empresas de este grupo sin grupo.
Porque, como le habría gustado a Cuesta, si llevamos el ejercicio
del criterio a todos los rincones de nuestra existencia, no tenemos
por qué detenernos en los juicios que ellos nos legaron. Criticarlos
y criticar sus cánones (revalorando a Nervo, a Valenzuela, incluso
a Núñez y Domínguez), poner en duda sus afirmaciones
es permanecer a su lado, estar con ellos y continuar la obra de esta
generación cuya máxima enseñanza fue esa: el cuestionamiento
de todo que, de otro modo, no es más que mantener vivo el espíritu
de la modernidad.
Inserción en Imágenes: 29.01.08.
Foto de portal: Jorge Cuesta.
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