Tarjetas pintadas
Alberto Dallal*
dallal@servidor.unam.mx
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En los mercados de Oaxaca, Villahermosa, Tapachula, Tuxtepec
y otras pocas ciudades y contados pueblos de la República
mexicana aun se establecen frecuentemente los sitios de venta
de las tarjetas pintadas. Algunos habitantes de esas regiones,
principalmente los que viven en lugares lejanos, en las montañas
o en los valles distantes de los centros urbanos, buscan
y compran estos artículos singulares, los cuales fueron
elementos de oferta y demanda comunes durante muchos años
a partir del decenio de los veintes. Su aceptación
y efectividad iconográfica menguaron y casi se extinguieron
con el advenimiento de la televisión –en México
ocurrió en los primeros años cincuentas- probablemente
porque los personajes, las poses, los colores, los incentivos
y las tentaciones que mostraban resultaban anacrónicos
en el transcurrir de temas y tiempos; también porque
la socialización de los aparatos y los implementos
fotográficos ofreció alternativas más
funcionales, personales y actuales.
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No deja de sorprender, sin embargo, la supervivencia hoy
en día de estas tarjetas pintadas. ¿Por qué hasta
la fecha son adquiridas, enviadas y hasta coleccionadas por
los miembros de nuestras comunidades no urbanas, principalmente
campesinas? Estas fotografías químicamente “tratadas” son
sucesoras –nietas, bisnietas y demás- de las fotos-tarjetas
de presentación y de las postales que estuvieron en
boga sobre todo a partir de los últimos años
del siglo XIX. Entre sus antecesores más antiguos se
cuentan las estampas religiosas, los grabados de imágenes
visuales reproducibles mediante sistemas técnicamente
primitivos.
En
la profusa y relativamente económica capacidad de reproducción
de estos iconos radica su enorme atractivo. Si lo pensamos
con detenimiento constituyen formas fáciles de democratización
de las efigies, de las situaciones y de los paisajes. Las tarjetas
pintadas –como las estampas de santos que todavía
hoy se reproducen con oraciones y otros textos impresos- hacían
común la experiencia de llevarse a casa, al terruño,
a la habitación y al sitio de establecimiento y origen,
una imagen que por principio de identidad religiosa, artística
o política representaba algo “único” sólo
excepcionalmente accesible y adquirible. Aquellos compradores
de los primeros grabados de madera probablemente sintieron
que la santidad que rodea a las imágenes colocadas en
los altares de las catedrales, las iglesias y los lugares santos
en algo impregnaba a esas reproducciones no siempre burdas
o faltas de exquisitez. En estos productos reproducibles los
artesanos y grabadores expresaban sus amplias habilidades para
lograr, mediante síntesis elocuentes, la transfiguración
de la imagen. ¿Por qué no pensar que en la adquisición
y el uso de las tarjetas pintadas –ahora productos remanentes
de una cultura popular “manejada” o distorsionada-
se haya colado algo del misticismo y el fetichismo de antaño,
reproducido a partir de efigies e iconos que en nada se relacionan
con valores e iconos locales? Por otra parte, la mancha de
color resulta el “toque” para reducir o hasta extinguir
el dramatismo propio de la fotografía en blanco y negro.
Los historiadores del arte plástica saben y explican
frecuentemente la manera como la composición básica
de cada época creativa en pintura, así como
otras manifestaciones características del quehacer
pictórico, se traslada a otros tipos de presentación
visual, tales como bajorrelieves, grabados, ornamentos arquitectónicos,
estampas, columnas y capiteles, etcétera. A partir
de la invención de la imprenta este fenómeno
adquirió especial relevancia para la presentación
de los libros y sus encuadernaciones. En buena parte sus
adornos y complementos visuales no sólo eran reproducciones
de pinturas respetadas y cultivadas sino que los dibujantes
y artistas de la tipografía volcaban su imaginación
y su destreza en aras de viñetas, capitulares y ornamentos
de colofones, nombres y firmas que se inspiraban libremente
en los originales pictóricos. Con todo, estos productos
para la bella y funcional impresión adquirían
luces y variables propias, muy sugerentes y atractivas hasta
la fecha.
En las tarjetas pintadas alguna influencia subyacente puede intervenir mediante
mecanismos semejantes al fenómeno descrito. Algo parecido puede intervenir
en el gusto de sus distribuidores y consumidores contemporáneos. En algunos
casos las situaciones iconográficas reflejan episodios idílicos,
poses de cariz religioso, alegorías ligadas a un amor y un afán
de comunicación que en su versión “foto pintada” resulta
tan sublime como su posible, imaginada estructura narrativa. Los adornos
florales resuelven asociaciones relevantes o peliagudas con la belleza física
y espiritual y, al mismo tiempo, invocan ofrendas propias para vírgenes
y dolorosas. La rosa –aun tratada o, mejor, maltratada-, alterada por
las sustancias químicas, sigue expresando su capacidad simbólica
en torno a la pasividad y la pureza, no sólo femeninas. Las miradas de
los personajes establecen un sistema de halagos y reconocimientos que no
permiten que la composición, el recuadro, se disuelva o lance energía
fuera de sus límites. Aún así, a veces los modelos que
posaron –para
establecer con rapidez y efectividad fotográficas los “sentimientos” pensados
y diseñados- cambian totalmente el esquema visto y previsto: la mirada
traviesa de una dama no logra –tal vez no quiere- disfrazar avideces y
lujuria; la concentración de los ojos del galán se vuelve tan
oscura en el revelado, que sus varoniles destrezas quedan a la vista, alejadas
totalmente de la tradicional pureza prematrimonial. En ocasiones, los toques
del color resultan tan fogosos que los rostros y cuerpos de las mujeres exudan
febriles objetivos y fantasías. Asimismo, hay carnes y labios que mostrados
en “estado de color” –sugerencias cromáticas y metafísicas-
se inclinan más en dirección de los propósitos de las altas
temperaturas que en el sentido de las situaciones sobrias y amainadas que
garantiza el blanco-y-negro.
La presencia de tipos humanos y raciales alejados totalmente de la conformación
y de las figuras locales y nacionales, nos hace relacionar las “escenas” de
las tarjetas pintadas con etnias semejantes a aquéllas que vieron
y padecieron nuestros antepasados mexicanos. Evocan una enorme cantidad
de santos y mártires de origen europeo que –a diferencia
de la Virgen morena- mantuvieron su fisonomía europea y extranjera también como
prueba de dominio. La Divina Familia, la Santa Cena, el Descendimiento,
la bendición, la muerte y transfiguración de Cristo, la
mirada de los beatos, la unión sana y pura de los cuerpos venerados
con el espíritu Santo, ¿no llegan a repetirse, aun imperceptible,
simbólica o disfrazadamente en las singulares composiciones de
marras? Y si prolongamos un poco en el tiempo histórico, elástico
y multisecular este tipo de asociaciones étnico-culturales, ¿no
podríamos descubrir en estas manidas y artificiosas repeticiones “anglosajonas” las
mismas invocaciones y atractivas y deseadas prolongaciones visuales?
Naturalmente, desde las postrimerías del siglo XX grandes cambios
tecnológicos han ocurrido en el universo de las artes visuales,
especialmente de la fotografía. Mucho hemos aprendido los forzados
usuarios y víctimas de la publicidad, la televisión comercial,
el cartel propagandístico, etcétera, para procesar mentalmente
o “absorber” sin más, sin generar o establecer algún
tipo operativo de juicios críticos o contraproducentes mentales,
muchos y repetitivos productos e imágenes. ¿Por qué no
pensar que aquellos que se inclinan por el uso y las aplicaciones tardías
de estas tarjetas pintadas se hallan en igual estado de castidad, sometimiento
o hastío? En México existe una larga y profunda tradición
pictórica –una saludable cultura de lo visual sumamente
extendida y madura- que salvaguarda la calidad de ciertas prácticas
y acciones visuales como la impresión de calendarios, carteles
de toros y de “películas”, tarjetas postales, avisos,
letreros; con esmero e imaginación se confeccionaron adornos
y estampados –ahora en camisetas, pantalones y hasta ropa interior-,
volantes, tatuajes, escenografías, títeres. Murales. Los
pintores y fotógrafos mexicanos han sabido asimilar –a
veces, y en casos específicos, asumir- las enseñanzas
de esta popular pictografía, llena de señales y avisos
visuales, repleta de mensajes aparentes y explícitos, inconscientes
y voluntarios. Tales las funciones del arte: construcción, diseminación
y ¡ojalá! Democratización (socialización)
de formas…
Somos un pueblo de ávidos consumidores de obras, inventos,
descubrimientos y transmisiones visuales. En el dejo de ingenua
insanía o de morbosa o hasta perversa desproporción
visual que denotan estas tarjetas pintadas se hallan ciertas
claves en torno a los contrastes –alejados de cierta
variedad estricta y provechosa, cuestionadora y antisolemne-
que existen culturalmente en el país. Si nos atenemos
a la natural y tradicional pureza de las “fotos de pueblo” que
tanto ha alcanzado y registrado el habitante de nuestras regiones
agrícolas y no urbanas; si recuperamos mentalmente la
calidad lograda en el desenvolvimiento de nuestra fotografía
artística o en la alta efectividad de nuestra fotografía
periodística –ya de tantos años acumulada
sin ceder a los embates de la mediocridad-, entonces estas
tarjetas pintadas nos resultan curiosidades culturales y hasta
políticas, dignas de una investigación más
acuciosa, más seria, que nos permita arribar a interpretaciones
menos inclinadas a sólo conceder la vigencia y la justificación
de lo elemental, lo cursi, lo naive, lo inhabitual
o lo curioso.
La presencia de estas inocentes tarjetas pintadas en el ánimo
y los hábitos emblemáticos (siempre contundentes) de México
se extiende y desparrama en otros medios y conductos durante decenios
posteriores. La industria de la publicidad nos adereza con los mismos
rostros y situaciones fantasiosos en anuncios, impresos y de televisión
en los que modelos hollywoodenses y anglosajones y modos de vida “idílicos” nos
otorgan la capacidad de penetrar en el reino de los cielos de la modernidad
y del consumo. ¡Alabada sea la globalización visual e iconográfica! ¿Mestizaje
de ideas, propuestas, sensaciones? ¿Por qué, para qué el
desarrollo de talentos y profesionales en el diseño y producción
de anuncios si nos conformamos con la ingenua coloración de situaciones
visuales? Con sólo “echarle” un poco de color al
mundo sensible de fotos, productos, situaciones, actitudes “modernas” y
actuales no basta para incorporar (sin análisis, sin discusión
ni recreación) a nuestras culturas, sucesivas en el tiempo y
en el espacio, la realidad estrujante y variada del universo contemporáneo,
inmediato y actual. ¿Bastarán las manchas de color superpuestas
para transformar los mundos de las sociedades contemporáneas?
Inserción en Imágenes: 08.06.07.
Foto de portal: fragmento de una tarjeta pintada.
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