¡Tercera llamada, tercera!
Gustavo Curiel*
curielm@servidor.unam.mx
Aurelio de los
Reyes, ¡Tercera
llamada, tercera! Programas de los espectáculos ilustrados
por José Guadalupe Posada, México, Instituto
Cultural de Aguascalientes, Seminario de la Cultura Mexicana,
Conaculta, 2005, 213 pp., 89 ils.
¡Tercera
llamada, tercera, comenzamos! No cabe la menor duda de que
los libros de Aurelio de los Reyes -aparte de la pulcritud
y la solidez con que realiza las investigaciones que los
sustentan, la erudición y la corrección
académica que los caracteriza- tienen mucho que ver
con una hermosa palabra: “nostalgia”. Basta recordar
algunos de los títulos y los subtítulos de
la vasta producción bibliográfica de De los
Reyes para darse cuenta de que en algún momento las
sesudas investigaciones se ligan, o son producto, de recuerdos
vividos y no vividos por él. En sus escritos se percibe
siempre algo de autobiografía que tiene que ver con
la nostalgia, con los sabores de antaño, con la provincia,
con el barrio, con las estrellas del cine nacional, con el
México de cuando él fue niño, o de cuando
sus mayores fueron niños. Traigo a colación: Los
caminos de la plata, Vivir de sueños, Y
el cine llegó..., ¿No queda huella
ni memoria? Y la cuenta sigue.
¡Tercera
llamada, tercera! es a mi modo
de ver un magistral acto de prestidigitación -“suntuoso” y “notable”-
como aquellos que ejecutara el Profesor Peter en
el Salón Azul de la calle de Ayuntamiento en la Ciudad
de México a principios del siglo XX, frente a un nutrido
público que quedaba absorto y maravillado con los notables
trucos de magia a cargo del extranjero doctor y sus paleros.
Por medio de la lectura de las páginas del libro, Aurelio
de los Reyes transporta a los lectores al mismísimo
interior de los teatros que funcionaban como salas cinematográficas
o espacios para diversos espectáculos. Nos hace ocupar
un sitio de honor en las plateas, en los palcos o en las harto
populares y aguerridas galerías, para presenciar un
buen número de representaciones nostálgicas de
la más variada índole: cine, teatro, magia, circo,
toros, música, peleas de gallos, coros, desfiles, bailes,
zarzuelas, pastorelas, jotas aragonesas y tangos.
Permítaseme una digresión...
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A finales de los años cincuenta,
una de las cíclicas
tareas que mi madre y mi tía María (las dos cinéfilas
a ultranza) realizaban los martes y viernes de cada semana
-a manera de peregrinación-, después de recogerme
en la puerta de la escuela, era enterarse de los últimos
cambios de programación de los cines en las carteleras
de la colonia donde vivíamos. Tarea, como veremos, bastante
sencilla, puesto que no había que ir, cuadras más
adelante, a los cines (los anuncios que aparecían en
el periódico, según ellas, siempre contenían
errores, por ello la fuente confiable para conocer la programación
precisa eran las carteleras). Bastaba con acercarse a unos
marcos de metal que resguardaban en su interior una delgada
plancha de lámina galvanizada sobre la que se colocaban
los carteles con la programación impresa.
En ese entonces era muy común ver por las calles de
las colonias de la clase media de la Ciudad de México
a un hombre vestido con “overol” y sombrero de paja,
que cargaba bajo el brazo rollos de papel de china de colores;
entre sus instrumentos de trabajo se contaban una brocha gorda
de gruesas cerdas blancas, un bote con engrudo, otro con agua,
un cepillo y una filosa cuña, instrumento cuya función
era la de borrar, para siempre, esa particular historia de la
cinematografía local. Ese trabajador se daba a la tarea
de pegar en las esquinas de las principales calles de la colonia
(muchas cortadas en pancoupé) carteles donde
los curiosos vecinos leían sobre los nuevos cambios de
la programación de los cines. Junto a las carteleras
era común ver un estanquillo, una casa para zurcir las “corridas” de
las medias de nailon, una tlapalería o una mercería,
esta última siempre atendida por dos solteronas muy mayores.
En las construcciones de esquina, generalmente ocupadas por
accesorias de renta, había carnicerías, panaderías,
expendios de hielo, lecherías, recauderías, pollerías,
carbonerías, expendios de petróleo y chapopote
y papelerías. Estos negocios -diríamos ahora “giros
comerciales”- defendían las paredes de sus espacios
con pequeños y garigoleados rótulos de chillantes
colores pintados al aceite que, amenazantes, rezaban: “Se
prohíbe anunciar”. Con ello, los sitios donde se
podía pegar la publicidad de los cines de las colonias
quedaban perfectamente restringidos a los espacios determinados
por los marcos de las carteleras. Los cines Lindavista, el Lido,
el Tepeyac (estos tres obras del arquitecto norteamericano Charles
Lee), el Majestic, el Roxi, el Cosmos, el Ópera, el Balmori,
etcétera, tenían sus propias especialidades cinematográficas
y, por consiguiente, su propio público (el cine de la
Villa, desde la inaceptable perspectiva clasista -diríamos
ahora políticamente incorrecta- de mi madre y mi tía,
había sido catalogado por ellas como “de cine nacional
para sirvientas”). Por supuesto, cuando uno llegaba a
los cines, el mismo cartel-programa estaba dentro de sus marcos
y había otros que anunciaban, desde el viernes, la ansiada
programación de las matinés dominicales (a las
que sólo asistían niños con alguno que
otro chaperón). Desde mi butaca, no importaba el cine,
vi todas las películas que llegaron a México del
rumano Tarzán de Johnny Weismuller, una y otra vez, Las
Minas del Rey Salomón (1950), Los Vikingos (1958), Ben
Hur (1959), Sabú y la lámpara maravillosa, La
tumba de la momia (1942), el horroroso y babeante Sabueso
de los Basquerville (1939), la monstruosa trilogía
de: Godzila (1954), King Kong (1933) y Motra (1961),
las tramas detectivescas y de suspenso del cine norteamericano, Viaje
al centro de la Tierra (1959) con Pat Boone, al igual que
el ya clásico filme El Vampiro (1957) con las
correrías del refinado conde Karol Lavud-Duval, encarnado
por el genial actor español Germán Robles que
se transformaba en un murciélago de cartón que
colgaba de un hilo de ninguna manera oculto. Todo esto propiciaba
un amplio y variado repertorio de vivencias que formaba parte
de la cultura de los niños de las colonias. Una vez vistas
las películas jugábamos en los parques a ser parte
y protagonista de ellas.
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El gozo aumentaba cuando llegaban
a los cines los festivales de caricaturas norteamericanas
(todos los de Walter Lanz, Hanna-Barbera y los Looney Tunes del
momento). Del cine de Walt Disney, mi preferida era Pinocho (1940);
en menos de dos años
pedí que me llevaran catorce veces a verla, lo cual se
me concedió. El cine mexicano para menores, aunque poco,
también me maravillaba. Aún está vivo entre
mis recuerdos de infancia el grotesco ogro de Pulgarcito (1957),
protagonizado por José Elías Moreno; actor que
para su caracterización echaba mano de una peluca pelirroja
y un vestuario similar al del Teatro Fantástico de Cachirulo.
Mediante los efectos, Moreno volaba con sus “botas mágicas
de siete leguas” al ras del suelo por entre los pinos
de lo que seguramente era Popo Park. Tampoco he podido olvidar
a Esther Williams en Escuela de sirenas (1944), cuando
nadaba entre saltarines chorros de agua y se lanzaba al vacío
desde enormes trampolines de “hollywoodesco” oropel,
en el más cursi ballet acuático que la mente humana
haya concebido, lleno de luces y robustas nadadoras de cara
de corazoncito, enfundadas todas en traje de baño completo;
el galán era Red Skelton.
Martes y viernes eran, puedo
decirlo, unas borracheras de cine con cruda incluida. Entrábamos
a las salas antes de las cuatro de la tarde, después
de haber hecho la tarea corriendo, y sólo después
de tres películas regresábamos a la casa. Cuando
las cintas eran de horror sus recuerdos no me dejaban dormir
y, cuando lo conseguía, tenía pesadillas. Otro
de mis recuerdos de los cines de las colonias son los largos
intermedios en los que el “cácaro” nos “recetaba” una
docena de vistas fijas (debieron de tratarse de las primeras
diapositivas) de anuncios comerciales muy locales, entre las
que destacaban la remodelada tlapalería de don Rubén
y su hijo, las mueblerías de españoles atestadas
de camas y otros muebles de lámina con calcomanías
pegadas, los baños de la colonia (turco, ruso y vapor) –también
manejados por gallegos-, las casas que reparaban con rapidez
y eficiencia las planchas (cambiando la famosa resistencia,
el enchufe o el cordón), -éstos giros comerciales
también sustituían los negros hules de las ollas
exprés cuando ya no cerraban bien, y reparaban las licuadoras
de las casas cuando el motor se quemaba (cosa que sucedía
todo el tiempo). En las vistas fijas de los intermedios no faltaban
los anuncios de la famosa Glostora y los peines Pirámide.
Esta repetitiva dinámica de ir a los cines de las colonias
sólo se interrumpía cuando había que ir
al cine de manera más formal, es decir, a los estrenos;
para ello se iba al centro en un “Postergado” con
el objeto de acudir a las salas de lujo: al Variedades (casa
construida por Silvio Contri); al Alameda (con sus repetitivas
proyecciones de estrellas y nubes que recorrían el azulado
techo de un pueblito mexicano, a manera de firmamento neovirreinal);
al Palacio Chino (laberíntico y polvoriento lugar atascado
de budas, alfombras orientales, vistas de complejas ceremonias
de té, mandarines y su corte, fenghuangs y tibores de
pacotilla); al Metropólitan (con su monumental escalera);
al Real Cinema (con sus candiles de gotas checoslovacas); al
Chapultepec; al Roble, etcétera. Los circos y las ferias
que se montaban en los terrenos de Buenavista, y el de los hermanos
Atayde, que año con año se presentaba en la Arena
México (1956), anunciaban también en las colonias
sus espectáculos; alguna vez observé un desfile
de trapecistas y animales por las calles de Insurgentes Norte.
Huelga decir que año con año había excursión
de niños a Buenavista para ver a los animales que más
tarde ocuparían los llamados espacios de tres pistas.
Vuelvo
al tema...
Sólo después
de leer ¡Tercera llamada,
tercera!... comprendí la
larga tradición de los programas de cine y teatro, de circo y toros, de
peleas de gallos y otras atracciones que todavía estaban vivas en los
años de mi niñez. Larga tradición de una mercadotecnia de
imagen y tipografía que vi acabarse frente a mis ojos de la noche a la
mañana.
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En 1976 -cuenta Aurelio de los Reyes en el libro- un golpe
de suerte le hizo dar con un invaluable material –a
punto de ser triturado- que le permitió reconstruir
ricos aspectos de la vida diaria citadina en lo tocante a
la diversión en los barrios de la Ciudad de México
a principios del siglo XX. Aurelio de los Reyes ha descubierto
una interesantísima faceta del afamado grabador José Guadalupe
Posada, la cual resulta fundamental para entender la cultura
popular del siglo XX. Otros autores han hablado de Posada
como grabador, del grabado popular y su inserción
en la historia nacional y la historia del arte, del cine,
etcétera. Yo prefiero centrarme en la rica y abundante
información contenida en los programas de espectáculos,
aquella que remite al jolgorio, a la diversión, a
la magia de los teatros de los barrios. Más adelante
tocaré, aunque sea a vuelapluma, puesto que soy estudioso
del mundo virreinal, el tema de la supervivencia del barroco
en la obra de Posada.
Junto con las tandas de vistas, es decir, películas
de muy corta duración (antecedentes inmediatos de
las borracheras de cine a las que me referí líneas
arriba), el Salón Azul ofrecía otras variedades
para agasajar al público. Destacaron, el sábado
26 de enero de 1907, los “notables actos de prestidigitación” a
cargo del famoso Profesor Peter. Junto a estos actos
de magia, el empresario no dudó en meter un número
de tango a cargo de la Romero. Por su parte, el
Teatro Guillermo Prieto –con quien Posada tuvo una
relación muy fuerte, anunciaba para el 1º de
abril de 1906 un “selecto y costoso repertorio de hermosísimas
vistas de larga duración y sorprendentes transformaciones”.
El cartel anunciaba: “Esta empresa es la primera que
pone verdaderamente animadas sus vistas, pues todos los personajes
que en ellas figuran, hablan, gritan, cantan y el público
por consiguiente, tiene ocasión de apreciar en toda
su plenitud las escenas chuscas, los episodios dramáticos,
en fin todo lo que le da vida y animación a tan espléndido
espectáculo.” El mismo teatro, en las funciones
del 16 de mayo de 1909, no escatimó en proyectar 16
vistas, incluida la “exhibición de la sensacional
película de 900 metros de largo de la lucha entre
Fitzimons y O’Brien”. Los musculosos pugilistas
norteamericanos sostuvieron trece “formidables asaltos”.
La película, de larga duración, transcurría
en 30 minutos, lo que era una novedad para su momento. Posada,
al hacer la ilustración que describe el combate cuerpo
a cuerpo entre Fitzimons y O’Brien, debió -como
dice De los Reyes- tener a mano una imagen que le sirvió para
ejecutar la ilustración. Los tipos físicos
de los boxeadores, creo, son los arquetipos de belleza y
fortaleza norteamericanos de la época, rasgos muy
saludables que pueden encontrarse en figuras de la publicidad
de medicinas, jarabes y pastillas norteamericanas de la época.
El cartel dice a la letra: “La vista es excepcionalmente
clara y todas aquellas personas que no han asistido a estas
famosas luchas pugilísticas que se verifican en los
Estados Unidos, pueden darse perfecta cuenta de lo que es
este espectáculo desconocido en esta Capital.” El
vencedor fue el bigotón O’Brien, quien se adjudicó el
título de campeón del mundo.
Años más tarde, en 1909, el gran cinematógrafo
Salón Nuevo, de la segunda calle del Salto del Agua,
reseñaba en otro cartel lo que pasaba cuando las proyecciones
de las vistas no eran de calidad. El público “se
desahogó, arrojando a la plaza cuanto a la mano tenían,
como naranjas, papas, etcétera, habiendo personas
que en el colmo del disgusto se quitaron los zapatos, [y
los] calcetines, [...] y [los] tiraron como protesta”.
En cuanto a las vistas que se proyectaron ese día
destacan, por sus títulos, Ocupaciones del hogar
en Egipto, la vista de una Terrible ráfaga
de viento, Ratero sentimental, Aprendiz
de arquitecto, Las muñecas vivientes y,
otra vista, titulada: el Contramaestre incendiario,
esta última promocionada especialmente en el programa
como una “sensacional vista”. Los precios eran,
en primera clase, con derecho a una tanda: diez centavos;
en igual categoría, todas las tandas por 25, y en
segunda clase cinco centavos por una tanda. Al final del
programa con tipografía muy menuda se advertía
a la concurrencia: “no se responde por las intermitencias
de luz”.
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Las vistas eran -a decir de Aurelio de los Reyes- de todo
tipo. Basta ver los programas para observar la gran variedad
de los asuntos que tocaban. Junto a la proyección
de la Historia de la hoja de té, estaban
las vistas: Me están esperando a comer, Desgracias
de una cocinera, La primera vez que monta a caballo, Cásate
y verás, Las dos huérfanas (cinta
que debió hacer llorar a moco tendido al respetable), La
madre del anarquista o aquellas francamente moralistas
como Ladrón y criminal. Recordemos que ideológicamente
el cine y el teatro fueron en esta época “Escuelas
de la Virtud” donde los estratos populares aprendían
por primera vez ciertas formas de comportamiento social.
Un
programa del Circo Teatro Orrín anunciaba para el
domingo 4 de marzo de 1906: “Desfilan los artistas
más hábiles. “Éste retuerce su
cuerpo cual si fuese de mimbre y toma formas extrañas;
aquél ejecuta peligrosos equilibrios a gran altura;
los que le siguen hacen del acrobatismo una especialidad
sorprendente; viene el clown y estalla la risa;
aparecen las fieras y se contrae el corazón por el
temor; luego los grotescos saltimbanquis hacen cambiar la
actitud del público y en este flujo y reflujo está la
fuerza del espectáculo.”
Para la programación del Circo Teatro Variedades,
de Ferrocarril de Cintura y 6a. de Díaz León,
en su función de recreo del 28 de marzo de 1909, Posada
incluyó una representación del Gran Fonógrafo
Edison que, como bien señala De los Reyes, tiene mucho
en común con la forma de la composición de
la famosa escena del baile de los 41, sólo que en
esta imagen no hay “vestidas” ni hubo redada.
Otras dos escenas complementan el programa, una vista del
palo ensebado y otra de la barra trapecio. Ese día,
el público -después de bailar de 3 a 6, al
compás del sonido del gran fonógrafo Edison-
se deleitó con un paseo de argollas, rompe cabezas,
el sube y baja, la resbaladilla, un toro embolado, un rehilete,
voladores, columpios y “demás aparatos de este
género”.
En
cuanto a los programas de toros, que escasean con obra de
Posada, el del 29 de octubre de 1905, para la Plaza de Toros
México, anunciaba con bombo y platillos la “Presentación
del valiente matador de toros Antonio Ortiz ‘Morito’.” En
la función de El Toreo del 28 de marzo de 1909 se
ofreció “no un espectáculo de toros sino
una exhibición y concurso de charros, competencia
de jinetes, concurso de caballos de tiro y jaripeo”.
La locura debió recorrer el graderío cuando
el 25 de marzo del mismo año, se presentó en
la misma plaza la lucha entre el hermosísimo león
africano Nero y un toro bravo llamado Puntal. El espectáculo
se complementó con un jaripeo con novillos y yeguas
brutas, en las que alternaba un equilibrista. Acto circense
denominado “Paso del Niágara”, donde un
reputado artista mexicano -dice el programa- “ejecutará el
difícil acto de atravesar la plaza de lado a lado
en su parte más alta, encima de un cable”. Cabe
agregar que de la brutal lucha entre el león y el
toro, quien resultara triunfador lucharía inmediatamente
después contra un cocodrilo. Con letras más
grandes el programa anunciaba “Verdadera y única
lucha de un león, un toro y un cocodrilo.” Y
agrega que el “León Nero y el toro Puntal [...]
están a la vista en la Plaza de Toros”. Brutal
circo romano trasladado muchos siglos después a un
coso de la Ciudad de México.
El Teatro Guillermo Prieto,
ligado como se ha dicho a la obra del grabador Posada, también
montó obras
de teatro de corte religioso. El programa de San Felipe de
Jesús correspondiente al aniversario de la canonización
del santo mexicano del 5 de febrero de 1905 es una buena
muestra de la carga barroca que traía a cuestas el
notable grabador y que todavía estaba viva en la primera
década del siglo XX. Se incluía como atracción
especial un “Gran coro de religiosos”. Los retablos
dorados, las pinturas virreinales de santos y la Virgen de
Guadalupe están, como bien señala Aurelio de
los Reyes, en el trasfondo de algunas de las composiciones
de Posada, principalmente en las de corte religioso, que
el historiador del cine denomina de “composición
de retablo”. Los ángeles y otras figuras de
Pedro Ramírez, Simón de Pereyns y José Juárez,
llegaron a los grabados de Posada vía el buril y la
zincografía. Esta misma solución formal, la
de “programa retablo”, se repite en la historia
de Chucho el Roto. La cual como recurso moderno
incluye una fotografía del gran dolor de cabeza del
jefe de la acaudalada familia Frisac de San Agustín
de las Cuevas.
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Las empresas teatrales recurrían a utilizar otros
ganchos para atraer al público. Por ejemplo, el multicitado
Teatro Guillermo Prieto hacía rifas de relojes despertadores
entre el público, toda una novedad para los estratos
sociales populares. Si la suerte le socorría, con
el mismo boleto, aparte de ver todas las atracciones, un
espectador podía ganarse un reloj despertador y llevar
la modernidad a su casa.
En el cuidadoso análisis de las obras representadas
en los teatros de barrio que hace Aurelio de los Reyes, se
perciben, entre otras, las siguientes directrices: las de
carácter histórico, las de acontecimientos
del siglo XIX, las moralistas, las de religión y las
de literatura. Los juegos de tramoya eran parte fundamental
del lucimiento de los montajes. A mayor cantidad de trucos,
transformaciones, escenas de mutación, etcétera,
mayor era el éxito de las representaciones. En las
pastorelas Bato se convierte en Garza y se le alargan las
narices; Bras se transmuta en un burro “pues le crecen
la cola y las orejas”. En la vida de San Juan de Dios,
redentor de prostitutas, Margarita torna su delicada belleza
en un efectista y horripilante esqueleto a la vista de todos;
en la vida de San Felipe de Jesús, Puebla es Manila,
y la higuera reverdece ante a la vista del público
que acude a los teatros a recibir una lección, ya
de moral, ya de historia, ya de religión, o de maneras
de comportarse. Para el montaje de Don Juan Tenorio, el correspondiente
programa del miércoles 1º de noviembre de 1905
anunciaba una “¡Hermosa decoración de
panteón! ¡Estatuas corpóreas! Esqueletos,
sombras! ¡Fantasmas! ¡Espectros! Vistosísima
decoración de Gloria iluminada con multitud de focos
de colores. ¡Ángeles, Querubines! ¡Lluvia
de oro¡ Elevación de las almas de don Juan y
doña Inés al cielo. Bonito cuerpo de baile
dirigido por la primera bailarina, señora Jesús
López. ¡Entusiasta jota aragonesa! ¡Bailes
de espectros, de ninfas, etcétera! En otra obra, con
cromotropos giratorios (tal vez caleidoscopios) se agregaron
coros interiores, hubo lujosísimos trajes, hermosas
melopeas [sic por melopeyas] [y] música rítmica.”
El
Gran Circo Fénix anunciaba en 1907 una “Archidespampanante
función” que incluía la presentación
del célebre atleta ruso Roustolff quien, a decir del
programa, “después de Sansón no ha tenido
quien le iguale”. En esta misma función se describe
al Clown Toni como el “antídoto de
la tristeza, la explosión de la alegría, el
rey de la gracia, el sultán del chiste, el emperador
de la risa, el emir del gusto...” El domingo 15 de
octubre de 1905, junto a la seria y adusta representación
histórica de Cristóbal Colón, se incluyó como
final de fiesta una “Marcha de Amazonas”, a la
que siguió un “Gran Coro de Maricones”.
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Aurelio de los Reyes analiza los carteles-programa y programas
de mano desde todas sus aristas posibles. Incluye un apartado
de los programas de teatro, cine y otros espectáculos
en Europa, donde destacan las letras futuristas de complicada “antitradición” tipográfica
propias del lenguaje publicitario moderno. Aborda los programas,
habla de los teatros y de las obras representadas. Incluye
grabados de otros autores como los de los Manilla (atribuye
y rechaza las autorías de las imágenes); da
cuenta de las casas de tipografía y las imprentas
de la época; analiza los marcos art nouveau y
rococó, y los de fina línea; nos remite a las
fuentes iconográficas de las imágenes; da cuenta
pormenorizada de la descripción y la narración
en el doble juego imagen-texto, para luego terminar con un
apartado que recoge la polémica acerca de las técnicas
que utilizó Posada y los juicios de la historiografía
para la obra gráfica del notable grabador.
Lo dicho aquí es apenas un atisbo a la riqueza del
libro de Aurelio de los Reyes, que se mueve entre la historia
de los programas de espectáculos, el grabado popular,
la historia de los espectáculos, la historia de la
tipografía, las técnicas de reproducción
masiva, etcétera. Libro breve, lleno de sorpresas
en cada comentario, en cada imagen.
En la función de recreo que esta tarde nos ha preparado
el empresario Aurelio de los Reyes en este “Gran Teatro
Lerdo de Tejada”, de la calle de República del
Salvador 49, antes Teatro Arbeu, aparecen como novedosas
atracciones, en igualdad de circunstancias: Fitzimons
y O’Brien, el bellísimo león africano
Nero; un cocodrilo; la Romero con sus tangos; la
simpática actriz Señorita María Servín;
La Llorona; una compañía acrobática
de variedades, fieras y animales; el Cerro de las Campanas;
el novio de doña Inés; San Juan de Dios; Ana
Bolena; don Francisco de Quevedo; don Juan Manuel y el virrey
marqués de Cadereyta; Bruna la Turronera; tapados
y careados de cinco libras; el paso del Niágara; los
Mártires de la Inquisición; Porfirio Díaz;
la Virgen de Guadalupe; el Máscara Rojo; Los seis
grados del crimen; Sara de Córdoba vestida de Caperucita
Roja; Miguel y Luzbel; el Vesubio de Nápoles; Cristóbal
Colón; la Cabaña del tío Tom; Juárez
y Maximiliano; Julieta y Romeo; Los Mártires de Tacubaya;
La Cenicienta; Isabel la Católica; un atleta Ruso, Toni el
Clown; el grabador Posada, los Manilla y como final de fiesta
un Gran Coro de Maricones. Esperamos que la función
sea de su agrado. Nota: Se admite el retapo arreglado. La
empresa se reserva el derecho de admisión. No de devuelven
las entradas. Otra nota: Los pianos y órganos que
se usan en este teatro son de la acreditada casa A. Wagner,
sucursal Zuleta Nos. 12, 13 y 14. Muchas gracias.
Inserción en Imágenes: 01.06.06.
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