Grecia la Gran Madre.
Viaje a través del Peloponeso y lugares sagrados
de la Grecia arcaica
Edvige Abete*
edyabete@gmail.com
Traducción de Olga Sáenz
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Con el zumbido de las cigarras y sus luces que centellean por todas
partes, árboles de olivo cargados y nudosos, montes y rocas
que se precipitan sobre el mar azul, constelado de islas esparcidas
como cuentas de rosario, Grecia es una tierra maravillosa, plena
de sorpresas agradables, incluyendo a su propia gente.
Escucho
a los ancianos sentados en el café mientras sorben el uzo a
base de anís, dialogando en una lengua incomprensible que
contiene todos los sonidos del mundo: la lengua griega del presente,
el demótico, es un idioma compuesto que conserva vocablos
antiquísimos de varios dialectos del koinè griego
mezclado con muchas influencias lingüísticas del Mediterráneo,
como la veneciana y la genovesa. ¿Cómo fue posible
que Pericles y Alejandro Magno dominaran la mitad del mundo hasta
entonces conocido, sirviéndose de un idioma tan complicado?
No se puede presumir de conocer Grecia sin haber visto el Peloponeso,
la península meridional unida al continente por el istmo
de Corinto, mismo que se alarga en el mar como los dedos de una
mano. Aquí nació la civilización occidental;
al recorrer lugares asiento de las etapas de esta civilización,
se tiene la plácida sensación de nadar en el líquido
amniótico de la madre, explorando el vientre suave y acogedor
de la Gran Madre Grecia. La primera agradable sorpresa es su gente,
no sólo los ancianos, quienes han conservado un candor antiguo
y una generosidad primordial hacia el xenos, palabra que
identifica al momento al extranjero con el huésped.
La primera etapa de nuestro viaje es Olimpia.(1) Sus
restos antiguos atisban en el valle circundante de modesta altura,
con una naturaleza impermeable pero airosa. Más que una
ciudad, es un gran lugar sagrado e inviolable donde cada cuatro
años los atletas
llegaban de todo el país para celebrar gozosos ante los
dioses: la vida, la potencia y la fuerza competitiva de los hombres.
Esta tregua panhelénica interrumpía cualquier guerra
en curso y, la belicosa Grecia, reencontraba por un fugaz lapso
su unidad. Poco ha sobrevivido de los terremotos y de la intolerancia
del cristianismo convertido en religión de Estado: en 393
d. C. el emperador Teodosio cancela definitivamente los juegos,
debido a la presión ejercida por el obispo Ambrosio, poderoso
jerarca de Milán.(2)
Las grandes columnas del templo de Zeus caen a la tierra como gigantes
inanimados, pero los frisos de sus frontones narran con insuperable
maestría el origen de los juegos con la contienda de los
carros propagada por Pélope, fundador del Peloponeso, quien
contrajo nupcias con Hipodamía. La eterna lucha entre el
bien y el mal está representada con el desencuentro entre
los Lapitas –el bien– y los Centauros –el mal–. Éste
fue el pretexto para desarrollar una narración estrepitosa
y violenta. Los Centauros con su brutalidad tratan de raptar a
las mujeres de los Lapitas invitadas al banquete nupcial: los brazos
estrechan cuerpos que se contorsionan, piernas, paños, torsos,
todo se mueve de manera magistral, contrastando con el estatismo
del mármol. Apolo, en el centro de la vigorosa composición,
se contrapone con su rostro impasible y quebrantado por las pasiones
humanas: alza imperiosamente el brazo y, como la aguja de una balanza,
impone con un sólo gesto el orden sobre el caos.(3)
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La
segunda sorpresa son los montes: altos, casi inaccesibles, que multiplican
al infinito los kilómetros hasta alcanzar el mar. En el camino, pueden
aparecer templos que emanan un arcaico sentido de potencia, como el de Apolo
en Vasses, erecto en la cima de una montaña: en su entorno, por millas
y millas, no se encuentra nada que rememore un asentamiento humano. Sólo
se alcanzan con la vista las cimas de los montes.(4)
El alma secular
de Grecia celebrada por los poetas tiende sus raíces en Argos. El
asentamiento de la primera tribu grecophone, hablante de una lengua con
vocablos fundacionales del griego clásico. Este primer grupo inició el
control de las vías comerciales en tierra y en mar, y tuvo su origen
en el contacto con diversos grupos sociales a lo largo de dos milenios antes
de Cristo, cuando se generó e impulsó la potente civilización
micena. Los muros poderosos de Micenas, la ciudad “rica de oro” en
la narración de Homero, se presentan como una cinta de piedra más
allá de la increíble Puerta de los Leones hasta la cima del
palacio. Una ilimitada y fértil planicie dorada se extiende a sus
pies, mientras el brillo en el horizonte indica el mar a una distancia estratégica. Éste
es el reino de Agamenón y de la poderosa dinastía de los Aqueos;
de aquí partieron las naves recorriendo un largo camino hasta arribar
a las murallas de Troya para vengar la gran ofensa sufrida por el rey de
Esparta, Menelao: el rapto de una reina.(5)
Al ser una sociedad prehistórica, los hombres exhibieron su fuerza
para inculcar respeto, concentrando los poderes en el wanax, el
monarca absoluto, ya que el ser humano no era aún consciente de la
existencia de su propia capacidad psíquica y mental, por lo tanto
se ofrecía ciegamente a la voluntad de su dios. De tal suerte, la
divinidad hablaba todavía al corazón y a la mente de los hombres
pidiendo el sacrificio de Ifigenia a fin de que soplara el viento
propicio para la flota, mientras las Erinias (las Furias) persiguen a Orestes
por su matricidio.
Los frescos representando
mujeres con rostros enigmáticos y vida
sutil y refinada, los grandes pólipos que agitan armoniosos sus tentáculos
sobre enormes cráteres, la profusión de oro en los ajuares
fúnebres, nos abren una ventana sobre las refinadas costumbres de
los antiguos micénicos.(6)
Micenas y su palacio
simbolizan el inicio y el fin; representan un pasaje obligado en
el largo caminar de la humanidad: en el interior de la ciudadela se cumple
el ciclo completo de la vida y de la muerte y encuentran espacio crímenes
atroces y tumbas reales. Así, el microcosmos
micénico alcanza el ápice y se rompe en miles de astillas
que se incrustan y proyectan en otros lugares.(7)
Con el paso de los
siglos y la evolución de la conciencia, la voz
de los dioses no se “manifiesta” espontáneamente pero
tiene necesidad de ser “evocada”. El embrión del moderno
psicoanálisis profundiza sus raíces en grandiosos santuarios
como el de Epidauro, donde los hombres pueden interrogar y recibir
respuesta de sus propias inquietudes. Los sacerdotes se ocupan
de preparar al enfermo y conducirlo a un profundo estado de autosugestión,
de tal modo que la curación llegue en el transcurso del sueño
mediante la visita del dios. Con los progresos de la medicina y
el vacilar de la fe, los sacerdotes adquieren año con año
un lugar de intermediación
en que el enfermo reporta las imágenes oníricas para que vengan
interpretadas, dando así curso a la terapia. La fama de la facultad
terapéutica del santuario dedicado a Asclepio, dios de la medicina,
abarca rápidamente los confines de la Argólida y de la Grecia
misma. En el siglo IV a. C., el santuario se encuentra flanqueado
por un grandioso teatro donde las representaciones de la tragedia
griega constituyen un momento de esparcimiento que permite también
un proceso catártico
en el tránsito de la curación.(8)
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Antes
que el edicto de Teodosio clausurara por siempre las puertas, los peregrinos
se refugiaban para dormir en el abaton, en el interior del santuario,
con la esperanza de sanar.(9)
Quedan pocos restos
del gran santuario y de todos los espacios que permitieron garantizar
la estancia de un gran número de personas. Sin embargo, desde lo
alto de la última grada del teatro de Epidauro es posible constatar
su perfección acústica y la belleza salvaje de los lugares:
desde aquí la mirada abarca los montes de su alrededor y se puede
oír cualquier palabra apenas susurrada en el centro de la orquesta. ¿Cuál
dios no habría querido como morada este lugar privilegiado?
Desde la otra
ribera del golfo de Corinto, la Grecia continental atrae con
su poderío
simbólico. Indaguemos el perfil de
la costa: azulada en la mañana, dorada al atardecer. La mirada
se pierde en el agua que nos separa de la madre Grecia: un brazo
del mar que ha jugado un papel fundamental para los destinos
de la Europa cristiana, limitando en 1571 la avanzada turca en
el Mediterráneo,
con la batalla de Lepanto.(10)
De frente a nosotros, incrustado en una profunda garganta de
montaña, a seiscientos metros de altitud, se encuentra Delphi,
el gran lugar sagrado cuya fama traspasó en los tiempos antiguos
los confines de Grecia. El ambiente es casi inmóvil sobre las terrazas
que se elevan a lo largo del monte. Las peticiones y las ofrendas votivas
de ciudades griegas y extranjeras, templos, altares y tesoros se acumulan
narrando la profunda influencia ejercida en los destinos políticos
de la época. Aquí Apolo se expresó a través
de la voz de su sacerdotisa, la Pitia, que simboliza la última
centella de los dioses paganos que termina por extinguirse: sólo
pocos individuos conservan aún un pálido reflejo por medio
del “don” del vaticinio. Cualquiera puede expresar su petición
al dios y estar seguro de la respuesta que llega desde adentro de un foro
colocado a los pies de un altar; para algunos la comunicación divina
es clara, para otros enigmática. Se narra que fue Alejandro Magno
el único que no quiso atender el vaticinio y tiró de los
cabellos a la Pitia, agresión que detuvo hasta que escucho de ella
las palabras que quería oír: “detente, te lo suplico:
eres invencible”.
La última profecía grabada con letras claras en el templo
de Apolo “gnothi seautón" (conócete a ti mismo)
se ha completado, y el mundo arcaico ha llegado hasta su atardecer. La
mente y la conciencia humana se han organizado racionalmente, perdiendo
a lo largo del camino aquella capacidad alucinatoria y de evocación
del dios que ha acompañado al hombre por siglos a fin de indicarle
la ruta a seguir para encontrarse finalmente a sí mismo.
“Oh hombre, conócete a ti mismo y conocerás el Universo
y a los dioses”. El Oráculo de Delfos.
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* Arqueóloga. Colaboró en el proyecto
de excavaciones arqueológicas en la antigua Lavinium, del Instituto
de Topografía Antigua de la Università degli Studi di Roma.
Es autora de múltiples ensayos relacionados con arqueología
y arte. Su amplia labor ha sido reconocida en los medios culturales europeos.
Inserción en Imágenes: 01.06.11
Foto de portal: El santurario de Delfos. Foto: Edvige Abete.
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Grecia la grande madre. Viaggio attraverso il Peloponneso e i luoghi sacri della Grecia arcaica*
Edvige Abete
Frinire ininterrotto di cicale e luce, luce ovunque; alberi di ulivo carichi
e nodosi, monti e rocce a precipizio sul mare blu costellato di isole sparse
come i grani di un rosario: la Grecia è veramente una terra meravigliosa e
piena di sorprese, non meno della sua gente.
Ascolto gli anziani
seduti nei bar mentre sorseggiano l’Uzo a base di anice e ragionano
in una lingua incomprensibile che contiene tutti i suoni del mondo. Perché il
greco di oggi, il demotico, è una lingua composita che conserva
vocaboli antichissimi dei vari dialetti della koinè greca mescolati
con le tante influenze linguistiche del Mediterraneo, veneziana e genovese
incluse. Come è possibile che Pericle e Alessandro Magno abbiano
dominato su metà del mondo allora conosciuto servendosi di un idioma
così complicato?
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Non
si può affermare di conoscere veramente la Grecia senza aver
visto il Peloponneso, la penisola meridionale (la separa dalla Grecia
continentale lo stretto di Corinto) che si allunga nel mare come le
dita di una mano. Qui è nata la civiltà occidentale e
ripercorrerne le tappe è un po’ come nuotare nel liquido
amniotico, esplorando il ventre morbido e accogliente della Grande Madre
Grecia.
La prima vera sorpresa sono le persone, e non solo gli
anziani, che hanno conservato un candore antico e una generosità primordiale
verso lo xenos, parola che identifica allo stesso tempo lo straniero
ma anche l’ospite.
La prima tappa del nostro
viaggio è Olimpia.(1) I
suoi antichi resti fanno capolino nella valle circondata dalle
modeste alture di una natura impervia ma ariosa. Più che una città,
un grande luogo sacro e inviolabile dove ogni quattro anni
gli atleti confluivano
da tutto il paese per celebrare con gioia dinanzi agli dei
la vita, la potenza e la forza competitiva degli uomini. Una
tregua panellenica sospendeva qualsiasi guerra in corso e
la bellicosa Grecia ritrovava per un fugace attimo la sua
unità.
Poco è sopravvissuto
ai terremoti e all’intolleranza del cristianesimo divenuto religione
di stato: nel 393 su pressione del potente vescovo di Milano,
Ambrogio, l’imperatore
Theodosio abolisce definitivamente i giochi. (2)
Le grandi colonne del tempio di Zeus giacciono in terra come giganti inanimati ma
i fregi del suo frontone narrano con insuperabile leggerezza l’origine
dei giochi con la gara dei carri sostenuta da Pelope, fondatore
del Peloponneso, per sposare Ippodamia e l’eterna lotta fra il bene
e il male. Lo scontro fra i Lapiti –il bene– e i Centauri –il
male– è il pretesto per una narrazione animata, scattante.
I Centauri con la loro brutalità cercano di rapire le donne dei
Lapiti invitate al banchetto nuziale: le braccia serrano corpi
che si divincolano, gambe, panneggi, torsi, tutto si muove nell’incredibile
staticità del marmo. Apollo, al centro della animata composizione,
contrappone il viso impassibile e scevro da umane passioni: alza imperiosamente
il braccio e come l’ago di una bilancia impone con un solo gesto
l’ordine sul caos.(3)
La seconda sorpresa sono i monti: alti, quasi inaccessibili
che moltiplicano all’infinito i chilometri per giungere al mare.
Può capitare così di incontrare templi che sprigionano un
arcaico senso di potenza come quello di Apollo a Vasses, eretto in cima
ad una montagna: intorno per miglia e miglia nulla che ricordi un insediamento
umano. Solo cime di monti a perdita d’occhio.(4)
Man mano che si procede verso sud il paesaggio diviene arido e brullo: è il "Mani" una
sottile striscia di terra aspra e silenziosa, bagnata dal mare. Al tramonto,
muri di pietra e rocce dardeggiate dal sole lasciano il posto a piccole
insenature e baie segrete mentre brezze leggere si imbrigliano e calano
giù dal monte Taigeto.
L'anima secolare della
Grecia, quella celebrata dai poeti, ha le sue radici nell'Argolide.
Lo stanziamento delle prime tribù grecofone e il
controllo dei percorsi commerciali di terra e di mare è la miscela
che due millenni avanti cristo genera e da' impulso alla potente
civiltà micenea.
Le mura possenti di Micene la città "ricca d'oro" di
Omero, si srotolano come un nastro di pietra oltre l'incredibile
Porta dei Leoni sù fino alla sommità del Palazzo. Una sconfinata
e fertile pianura dorata si stende ai suoi piedi mentre il luccichio
all'orizzonte indica il mare ad una distanza strategica. Questo è il
regno di Agamennone e della potente dinastia degli Atridi;
da qui sono partite le navi che hanno portato la guerra fin
sotto le mura di Troia per vendicare il grande affronto subito dal re
di Sparta, Menelao: il rapimento di una regina.(5) E'
una società preistorica che
esibisce la forza per incutere rispetto e concentra i poteri
nel Wanax, il monarca assoluto. E’ un mondo arcaico in cui la coscienza
fatica ad affiorare e gli dei parlano ancora al cuore e alla
mente degli uomini chiedendo il sacrificio di Ifigenia per soffiare vento
propizio sulla flotta mentre le Erinni, che oggi chiameremmo senso
di colpa, perseguitano Oreste per il suo matricidio.
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Gli
affreschi con donne dai volti enigmatici e la vita sottile,
i grandi polipi che agitano armoniosi i tentacoli sugli
enormi crateri, la profusione di oro nei corredi funebri, ci aprono
uno spiraglio sulle raffinate consuetudini degli antichi micenei. (6)
Micene
e il suo Palazzo sono l’inizio e la fine, un passaggio obbligato
per lo sviluppo dell’umanità: come all’interno della
cittadella si compie l’intero ciclo della vita e della morte e
vi trovano spazio delitti efferati e tombe reali, così il microcosmo
miceneo raggiunge l’apice e si frantuma in migliaia di schegge
che attecchiscono altrove. (7)
Con il passare dei secoli e l’affiorare della coscienza, la voce
degli dei non si “manifesta” più spontaneamente ma
ha bisogno di essere “evocata”. L’embrione della moderna
psicanalisi affonda le sue radici in grandiosi santuari come quello di
Epidauro dove gli uomini possono interrogare e ricevere risposta ai propri
affanni. I sacerdoti hanno il compito di preparare il malato e condurlo
ad un profondo stato di autosuggestione in modo che la guarigione arrivi
nel sonno mediante la visita del dio. Con i progressi della medicina e
il vacillare della fede, i sacerdoti acquistano anno dopo anno un ruolo
di intermediari cui il malato riporta il sogno perché venga interpretato
dando corso alla terapia. La fama delle facoltà terapeutiche del
santuario dedicato ad Asclepio, dio della medicina, varca
presto i confini dell’Argolide e della Grecia stessa. Al santuario
viene affiancato nel IV secolo a.C. un grandioso teatro in cui le rappresentazioni
della tragedia greca costituiscono un momento di mondanità ma svolgono
anche un ruolo catartico nel percorso di guarigione. (8)
Prima che un editto
di Teodosio ne chiuda per sempre le porte, i pellegrini si
recano ancora a dormire nell’abaton, all’interno
del santuario,nella speranza di Guatire. (9)
Del grande santuario e di tutti gli ambienti che potevano garantire il
soggiorno di un gran numero di persone rimangono pochi resti. Ma dall’alto
dell’ultima gradinata del teatro di Epidauro, è possibile
constatare la sua perfezione acustica e la bellezza selvaggia dei luoghi:
da quassù lo sguardo spazia libero sui monti intorno e si può udire
ogni parola appena sussurrata al centro dell’orchestra.
Quale dio non avrebbe voluto per dimora un luogo come questo?
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Dall’altra
sponda del Golfo di Corinto, la Grecia continentale esercita
il suo potente richiamo. Scrutiamo il profilo della costa:
azzurrina al mattino, dorata al tramonto. Lo sguardo annega
nelle acque che ci separano dalla Madre Grecia: un braccio
di mare che ha giocato un ruolo fondamentale per i destini dell’Europa
cristiana arrestando
nel 1571 a Lepanto l’avanzata turca nel Mediterraneo. (10) Di
fronte a noi, incastonato in una profonda gola montuosa a seicento metri
di altezza Delfi, il grande luogo sacro la cui fama
ha varcato nei tempi antichi i confini della Grecia. L’aria è quasi
immobile sulle terrazze che si inerpicano lungo il monte. Le dediche
e le offerte votive di città greche e straniere, templi, altari
e tesoretti si affastellano narrando la profonda influenza esercitata
nei destini politici dell’epoca. Qui Apollo si esprime attraverso
la voce della sua sacerdotessa, la Pizia, ultima cintilla
degli dei pagani nell’uomo: solo pochi individui ne conservano
ancora un pallido riflesso attraverso il “dono” del vaticinio.
Chiunque può porre la sua richiesta al dio ed essere certo della
risposta che giunge per alcuni chiara, per altri sibillina, da dietro
un foro collocato ai piedi di un altare. Solo Alessandro Magno, si racconta,
non volle attenderne il vaticinio e trascinata la Pizia per i capelli
si fermò solamente quando ascoltò da lei ciò che
voleva udire: “Fermati, te ne supplico: sei invincibile”.
L’ultima
profezia incisa a chiare lettere nel tempio di Apollo “gnõthi
seautón” “conosci te stesso” si è compiuta
e il mondo arcaico è giunto ormai al tramonto. La mente e la coscienza
umana si sono organizzate razionalmente perdendo lungo il
cammino quelle capacità allucinatorie e di evocazione del dio che
hanno accompagnato l’uomo per secoli indicandogli la strada da seguire
per trovare finalmente se stesso.
“Oh Uomo, conosci te stesso e conoscerai l’Universo e gli
Dei”. L’Oracolo di Delfi
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