Rojo pompeyano*
Edvige Abete**
eabete@interfree.it
En Roma, en el antiguo Palacio Máximo sede del Museo Nacional Romano, es posible admirar la exposición Rojo Pompeyano, preciosa colección de pinturas al fresco que ornamentaban las ricas casas romanas de Pompeya y Herculano.(1)
Los frescos
de las casas de Pompeya y de las villas que se localizaban en su
entorno quedaron enterradas bajo las cenizas por casi dos mil años,
después de las erupciones volcánicas más famosas
de la historia: las del Vesubio. Fue en el año 79 d.C. cuando
el evento geológico sepultó para siempre a Pompeya
y a las ciudades vecinas junto con sus habitantes, bajo una intermitente
lluvia de piedrecillas y ceniza volcánicas mezcladas con
lluvias torrenciales y terribles exhalaciones. (2)
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Al
inicio de 1700, Pompeya, Herculano, Stabia y su glorioso pasado
estuvieron ocultos y casi olvidados al no poderse localizar el lugar donde
quedaron sepultados… hasta que ocurrió el momento casual cuando
un campesino, excavando un pozo, descubrió restos de muros
decorados al fresco y notables esculturas. Se inició así,
bajo el reinado de Carlos III de Borbón, la recuperación arbitraria
de la zona arqueológica y de las pinturas al fresco, salvando sólo
aquellas partes que contenían escenas figuradas, adornos vegetales,
retratos, naturalezas muertas… Los fragmentos que se consideraron
más bellos e interesantes fueron desprendidos del muro, cortados,
reducidos a dimensiones de pequeño formato y enmarcados con madera
para ser expuestos en la galería privada del rey. El escándalo
que provocó la destrucción del conjunto pictórico decorado
al fresco, al seleccionar sólo pequeños fragmentos del conjunto,
fue enorme, al grado de suscitar la protesta generalizada de estudiosos
y arqueólogos de toda Europa, el primero de ellos Winckelmann. (3)
El costosísimo pigmento color rojo brillante, conocido como “rojo pompeyano” o cinabrio, del cual se deriva el nombre de la exposición, venía recavado del sulfuro de mercurio. En sus orígenes fue usado con extremo esmero y parsimonia. Su uso sólo se destinaba para la creación de pinturas murales de las residencias de mayor prestigio, por ser apreciado el pigmento como factor elitista y distintivo entre los segmentos sociales que lo elegían para ornamentar sus propias casas.
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Riqueza y bienestar poseían los casi veinte mil pompeyanos ocupados en numerosas actividades industriales, comerciales, agrícolas o artesanales. Los negocios enológicos prosperaron con el vino que elaboraban en las fértiles viñas del Vesubio; también se enriquecieron los tintores, los talladores de piedras preciosas, los orfebres, los curtidores, los artífices del cobre. Frecuentemente, algunos mercantes, después de alcanzar un cierto bienestar, decidían proyectar una imagen de prosperidad y refinación decorando también con pinturas su propia casa, edificada a lo largo de las calles más ricas e importantes del lugar.
Los ambientes
de las domus romanas de la época imperial eran pintadas
completamente, según moda que había trascendido sobre todo
entre los sectores medios. Al inicio, sólo se pintaban pequeñas
porciones de pared, después se pintaron al fresco las paredes completas:
naturalezas muertas, ciclos mitológicos, representaciones trágicas,
satíricas, cómicas y escenas inspiradas en la vida cotidiana
o fantásticas circundaban a los propietarios de las casas y a sus
huéspedes. Las naturalezas muertas simbolizaban la abundancia de
la vida y la hospitalidad del propietario de la casa. Así, la representación
de la fruta, de la caza, las aves de corral, los huevos, derivaban
directamente de la tradición greco-helenística donde tradicionalmente
se ofrecían como “regalo de hospitalidad”, en griego xenia:
palabra que posteriormente identificó los cuadros pintados con
esta temática. Los dos “cuadrillos” con dátiles
y un saco de monedas presentados en la exposición, aluden a los
regalos que los clientes solían ofrecer a los “patrones”,
en ocasión de las fiestas de fin de año. (4)
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La domus era, pues, el espacio donde los exponentes del sector medio alto, inmersos en una placentera cotidianidad, se dedicaban a estudiar la literatura y el arte griego. Desde Cicerón y entre la clase intelectual romana que lo sucedió se distinguía nítidamente el otium contrapuesto al negotium. De ahí que, aún en las moradas más modestas nunca faltó algún salón decorado con pinturas, mosaicos o estucos. El hombre antiguo buscaba en el pasado un modelo para afrontar los problemas del presente, identificándose con las vicisitudes de los dioses y de los héroes. Así, el lenguaje mitológico posibilitaba representar las propias aspiraciones de vida feliz proyectándola con el mito correspondiente. Sin embargo, ninguna divinidad está presente en las decoraciones de las casas pompeyanas como Dioniso, el dios del vino: un mito que vive con sus variantes formales en la cultura europea, a lo largo de casi tres milenios. Según algunas fuentes, fue hijo de Zeus y Perséfone, diosa que reconduce a la vida a través la re-emersión de los infiernos (también tenía poder para hacer pasar a los vivos al reino de los muertos cortando el hilo del destino); Dioniso y su esposa inmortal Ariadna representan la continuidad de la vida a lo largo de generaciones.
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Relacionado al mito de Dioniso y los seguidores del dios quienes festejan el culto dionisiaco con danzas desenfrenadas, entre ellos las Ménades que son frecuentemente representadas sobre los frescos pompeyanos, en ocasiones acompañadas por sátiros en el cortejo báquico y,
en otras, de manera independiente. De la casa nominada del Naviglio (flota)
proviene el fresco con dos figuras al vuelo, una Ménade y un Sátiro en cuya representación se juega con el cromatismo tonal: el amarillo del fondo, el blanco del cuerpo de la joven, el encarnado oscuro del sátiro. Las jóvenes
que emergen con seductora vitalidad del fondo negro de las paredes de la
llamada villa de Cicerón en Pompeya, danzan
con movimientos ágiles y vestidos ligeros; algunas agitan entre sus manos panderos y otras flautas; al observarlas con detenimiento parecen estar concebidas por un pintor del Renacimiento. Muchas danzas populares que aún sobreviven en el sur de Italia hunden sus raíces
en las antiguas danzas griegas que en sus movimientos sensuales representaban
los ritos de la fertilidad de la tierra. Pequeños eroti,
amorcillos alados especializados en diversos oficios: carpinteros, herreros,
pescadores o bien sólo jugando entre ellos, decoraban a manera de recuadros menores la parte inferior de algunas paredes. Máscaras trágicas, cómicas, satíricas representadas en las pinturas murales, junto a escenas extraídas de tragedias, testimonian la gran fortuna del teatro en el mundo antiguo. Las máscaras reales usadas en escena tenían también la función de amplificar la voz de los actores; se les consentía interpretar más roles al mismo tiempo, incluso femeninos, ya que en el mundo romano las mujeres estaban excluidas de la representación
teatral.
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El primer pensamiento de quienes intentaron huir de Pompeya en las dramáticas horas de las erupciones fue salvarse con el dinero, la plata y las joyas. La Casa del brazalete de oro de Pompeya toma el nombre del bellísimo y valioso brazalete encontrado sobre el cuerpo de una de las fugitivas que debió pertenecer al sector social más elevado de la población pompeyana. En el interior de su casa se ha conservado un pequeño espacio ambientado que reproduce sobre las paredes un jardín inmerso con el verde tierno de plantas y flores, con pájaros al vuelo, fuentecillas de donde escurre el agua, bustos escultóricos y mascarones. Reproducidos con realismo y fidelidad digno de un botánico son las golondrinas y garzas que se apoyan ligeras sobre arbustos de laurel; un ruiseñor atisba entre las rosas de Galia; una codorniz pasea tranquila entre las flores de enredadera. La influencia helenística transformó el simple hortus romano, proponiendo también para los jardines los principios de geometría y simetría típicos de la arquitectura. Las paredes recubiertas con pinturas al fresco de la Casa del brazalete de oro constituyen un singular “jardín de meditación”, un paraíso del otium filosófico digno de un príncipe renacentista.
Rosso Pompeiano*
Edvige Abete (versione originale / versión original)
A Roma nell’antico palazzo Massimo sede del Museo Nazionale Romano, è possibile ammirare fino a giugno la mostra “Rosso Pompeiano”, preziosa raccolta di affreschi che ornavano le ricche domus romane di Pompei ed Ercolano. (1)
Gli affreschi
delle case di Pompei e delle ville che sorgevano nei suoi dintorni
sono rimasti intatti per quasi duemila anni sotto la cenere di una delle
eruzioni vulcaniche
più famose della storia. Quella che nel 79 d.C. seppellì per
sempre Pompei e le città vicine insieme ai loro abitanti, sotto
una pioggia di lapilli e cenere mescolata a pioggia torrenziale
e a terribili esalazioni. (2)
All’inizio
del 1700 Pompei, Ercolano, Stabia e il loro glorioso passato
erano ormai cadute nell’oblio e nessuno più era in grado
persino di localizzare il luogo dove erano sepolte. Finché, per
caso, scavando un pozzo in un terreno un contadino scoprì muri
affrescati e incredibili sculture. Si iniziò così, sotto
il re Carlo III di Borbone, a recuperare sistematicamente gli
affreschi salvando però solo le parti che contenevano scene figurate,
fregi, ritratti, nature morte. Le parti giudicate più belle e
interessanti venivano staccate dal muro, tagliate, ridotte in quadri,
racchiuse in cornici di legno ed esposte nella Galleria privata del
re. Lo scandalo suscitato dalla distruzione di intere pareti affrescate
per ricavarne solo dei piccoli quadri, fu enorme tanto da suscitare
la protesta di studiosi e archeologi di tutta l’Europa, primo
fra tutti il Winckelmann. (3)
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Il costosissimo pigmento dal caratteristico colore rosso brillante detto “rosso Pompeiano” o “cinabro”, da cui la mostra prende il nome, veniva ricavato dal solfuro di mercurio. Usato in origine con estrema parsimonia nelle pitture parietali delle residenze di maggior prestigio, perse presto la sua caratteristica elitaria per diventare appannaggio di tutte le classi sociali che desideravano abbellire le proprie case. Ricchezza e benessere derivavano ai circa ventimila pompeiani dalle numerose attività industriali, commerciali, agricole, artigianali. Le aziende enologiche prosperavano con il vino ricavato dalle fertili vigne del Vesuvio; si arricchivano i tintori, i tagliatori di pietre preziose, gli orefici, i conciatori, i ramai. Spesso alcuni mercanti, raggiunto un certo benessere, desideravano darsi un’immagine raffinata decorando con pitture la propria casa edificata lungo le strade più ricche e importanti.
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Gli ambienti delle domus romane di età imperiale erano completamente dipinti, secondo una moda che aveva preso piede soprattutto nei ceti medi. All’inizio si dipingevano solo piccole porzioni di parete, poi si affrescarono intere pareti: nature morte, cicli mitologici, raffigurazione tragiche, satiriche, comiche, scene ispirate alla vita quotidiana o di pura fantasia circondavano i proprietari della casa e i loro ospiti. Alle nature morte era affidato il compito di indicare l’abbondanza della vita e l’ospitalità del proprietario della casa. Ecco dunque frutta, cacciagione, pollame, uova fare la loro comparsa mutuati direttamente dalla tradizione greco-ellenistica dove venivano offerti come “dono di ospitalità”, in greco “xenia”: parola poi passata ad indicare i quadri dipinti con questi soggetti. I due "quadretti" con datteri e un sacchetto di monete in mostra, alludono invece ai regali che i clienti usavano fare ai "patroni" in occasione delle feste di Capodanno. Ma la domus era anche e soprattutto il luogo dove gli esponenti dei ceti medio-alti, immersi in una piacevole quotidianità, si dedicavano a studi di letteratura e arte greca. A quell’otium contrapposto al negotium, così caro, da Cicerone in poi, alla classe intellettuale romana. Persino nelle dimore più modeste non mancava mai qualche stanza ornata con pitture, mosaici, stucchi. L’uomo antico cercava nel passato un modello per affrontare i problemi del presente, identificandosi nelle vicende di dèi ed eroi. E il linguaggio mitologico dava la possibilità di rappresentare le proprie aspirazioni di vita felice proiettandole nel mito corrispondente.
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Tuttavia,
nessuna divinità è presente nelle decorazioni delle
case di Pompei quanto Dioniso, il dio del vino: un mito
che vive, con le sue svariate elaborazioni, nella cultura
europea da circa tre millenni. Figlio, secondo alcune fonti, di
Zeus e Persefone, la dea che riconduce alla vita attraverso
la riemersione dagli inferi, Dioniso
e la sua sposa immortale Arianna rappresentano la continuità della
vita attraverso le generazioni. (4) Legate al mito di Dioniso e seguaci del dio di cui celebravano il culto con danze sfrenate, le Menadi sono raffigurate spesso sugli affreschi pompeiani, a volte accompagnate da satiri nel corteo bacchico a volte da sole. Dalla casa detta del “Naviglio” l’affresco con le due figure in volo, una Menade e un Satiro, gioca sul cromatismo dei colori: il giallo del fondo, il bianco del corpo della fanciulla, l’incarnato scuro del Satiro. Le fanciulle che emergono con seducente vitalità dal fondo nero delle pareti della così detta villa di Cicerone a Pompei, danzano con movimenti leggeri e vesti fluttuanti: tra le mani agitano chi un tamburello, chi un flauto: a guardarle bene sembrano create dal pennello di un pittore del Rinascimento. Molte danze popolari che ancora oggi sopravvivono nel sud Italia, affondano le loro radici nelle antiche danze greche e campane che con i loro movimenti sensuali rappresentavano i riti della fertilità della terra.
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Piccoli eroti, amorini alati impegnati in diverse professioni: falegnami, fabbri, pescatori oppure intenti a giocare fra di loro decoravano invece come quadretti minori la parte inferiore di alcune pareti. Maschere tragiche, comiche, satiresche raffigurate nelle pitture parietali, insieme a intere scene tratte da tragedie, testimoniano la grande fortuna del teatro nel mondo antico. Le maschere reali usate sulla scena avevano anche la funzione di amplificare la voce dell’attore consentendogli allo stesso tempo di interpretare più ruoli, inclusi quelli femminili che nel mondo romano erano preclusi alle donne. Il primo pensiero di chi fugge da Pompei nelle drammatiche ore dell’eruzione è per i denari, gli argenti, i gioielli. La “Casa del Bracciale d'oro” di Pompei, prende il nome dal bellissimo e pesante bracciale trovato sul corpo di una delle fuggitive che doveva certo appartenere alla fascia più elevata della popolazione Pompeiana. All’interno della sua casa si è conservato un piccolo ambiente che riproduce sulle pareti, un giardino immerso nel verde tenero di piante e fiori, con uccelli in volo, scenette, fontanelle da cui sgorga l’acqua, erme, mascheroni. Riprodotti con realismo e fedeltà degne di un botanico rondini e gazze si poggiano leggere sugli arbusti dell’alloro, un usignolo fa capolino fra le rose galliche, una quaglia passeggia tranquilla fra i fiori di vilucchione. L’influenza ellenistica ha ormai trasformato il semplice hortus romano proponendo anche per i giardini i principi di geometria e simmetria tipici dell'architettura. Le pareti affrescate nella Casa del Bracciale d’Oro costituiscono un vero e proprio "giardino di meditazione" un paradiso da otium filosofico degno di un principe rinascimentale.
Inserción en Imágenes: 01.07.08
Foto de portal: detalle de la Casa del brazalete de oro.
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