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Idilios y modernidad en Jesús Helguera
Olga Sáenz*
maolga@servidor.unam.mx
Elia Espinosa, Jesús Helguera y su pintura, una
reflexión (Estudios de Arte y Estética:
54), México, 2004, Instituto de Investigaciones
Estéticas, UNAM, 62 ils.
(22 c., 40 b/n), 239 pp.
La doctora Olga Sáenz realiza en esta reseña
una disertación que ubica en su justa dimensión
histórica, política y social la obra artística
de Jesús Helguera, quien a través de sus calendarios
creó una iconografía idílica del México
moderno.
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En Jesús Helguera y su pintura, una
reflexión, Elia Espinosa analiza a uno de
los artistas menos estudiados y, por lo mismo, más
controvertidos de la plástica mexicana del siglo
XX. Su producción en México cubre el arco
de tiempo de 1939 a 1971, cuando Helguera alcanza "su época
de plenitud socioestética y artística". La
primera impresión que tuve apenas iniciada la lectura
del libro fue que la autora se acercó a la vida
y obra de Helguera tendiendo una suerte de círculos
concéntricos: partió de lo general a lo particular,
hasta llegar a asirse y explicar los más entrañables
recovecos en el quehacer artístico del pintor e
ilustrador, quien con su línea y color diseñó ese
México idílico, prefigurado por una simbología
romántica y mítica, para crear una poética
de la modernidad.
¿Cómo
entender esta y otras paradojas que surgen apenas nos asomamos
al tema de estudio?
El país que le tocó vivir a Helguera después
de su estancia europea fue el México posrevolucionario.
Su producción pictórica comprende el último
año del sexenio de Cárdenas y los gobiernos
consecutivos de Ávila Camacho, Alemán, Ruiz
Cortines y Díaz Ordaz. Todos ellos, elegidos por el
partido oficial, diseñaron una estructura de gobierno
que -con sus especificidades- alentó el "progreso" como
el nuevo dios de la "modernocracia", dentro de una economía
dependiente y desarrollista. Los presidentes de este periodo
se forjaron como meta suprema la industrialización
del país dentro de una sociedad lacerantemente estratificada;
los dirigentes contemplaron de manera retardataria la integración
de los sectores populares al diseño de nación,
intensión que sólo quedó en retórica
populista.
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La doctrina estatal fue el nacionalismo revolucionario,
pretendiendo con ello homogeneizar al país cuyo perfil
era y sigue siendo multicultural y pluriétnico; un
diseño de nación en donde el "otro", el "distinto",
no tenía cabida dentro del discurso oficial. La promoción
de los valores nacionales fue el medio para romper las diferencias
políticas e impulsar la solidaridad y la aparente
unidad social. Fue el momento a partir del cual el nacionalismo
se fortaleció. La escuela recibía a la infancia
con la exaltación de los héroes que participaron
en la historia patria. Los temas patrióticos penetraban
en lo profundo de la conciencia de la población. El
terreno estaba fértil para recibir la iconografía
helgueriana.
Jesús Helguera tuvo como referente la trayectoria
y la recepción que tuvieron las artes gráficas
en Europa, desde las postrimerías del siglo XIX y
a lo largo del XX. El lenguaje icónico que se utilizó para
alcanzar esta comunicación masiva se inscribe dentro
del devenir de las artes decorativas, sin renunciar al repertorio
simbolista: las divinidades mitológicas que fueron
representadas a finales del barroco se fortalecieron en el
siglo XIX, reviviendo una iconografía de carácter
simbolista, para representar el mito de progreso científico
y tecnológico, destinado a mejorar los productos de
la industria en la era de la modernidad.
Fue en México, en la década de los años
cincuenta del siglo pasado, cuando el tema del "progreso",
aún incipiente, alcanzó un lugar privilegiado
dentro de la teocracia oficial. El impulso de la industria
fue el evento más relevante de la época: la
industria cumple prodigios, la religión del progreso
se fortalece y, a manera de legado testamentario, las utopías
científicas y técnicas se vigorizan en el México
inmerso en los vaivenes de la modernidad. Tardíamente,
sí; pero también nuestro país se contagia
de la era de la máquina, del fierro, del acero; del
monopolio de la banca que controla el capital, de los medios
de comunicación de masas.
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A esta deificación de la industria se suma
la retórica oficialista que impulsaba una narrativa
mítica de la historia patria, transfigurada en la
evocación de una fraternidad convencional. No es una
historia de conflictos y de violencia, es la narración
benévola y gratificante que une a las generaciones.
Los héroes se representan como los protagonistas de
los ideales revolucionarios, son los mensajeros de la paz
revolucionaria; héroes gozosos y transfigurados que
han liberado al pueblo en cada fase de nuestra historia.
Hay que sublimar las revoluciones y cada uno de los movimientos
violentos que les dieron forma. ¡Hay que olvidar a
los muertos! Cabe pues la apariencia, o mejor dicho las apariencias
discursivas que han recobrado su derecho y su poder. También
las revoluciones se convierten en un producto que se vende
y se consume; Helguera contribuyó a edificar el mito
de las revoluciones.
La autora, con puntual acierto, se detiene en esta paradoja
para advertir que la pintura de Helguera "navega en una especie
de fe romántica en la superioridad humana y espiritual
del pasado, y en su negación de una moral presente.
De aquí sus soluciones intimistas-regresivas con un
cierto carácter religioso en el sentido de rescatar
valores en los que se impone un concepto de felicidad ideal".
La ciudad se convierte en el espacio sagrado para
llevar a cabo el mito del progreso. La vida rural se suma
en el imaginario colectivo, sin conflicto aparente, a la
naciente metrópoli. En la poética helgueriana
el campesino aparece inscrito en el edén citadino. "La
idealización del indio del campo mexicano -nos dice
la autora-, al que encarna con cuerpos y rostros de hermosura
tipificada." El indio, pues, tiene un lugar idílico
en los sueños de la retórica oficial.
¿Cómo se difunden profusamente estos mitos
en el México capitalista que acompañó a
la producción artística helgueriana? El cartel
fue un medio que encontró terreno fértil para
su difusión y consumo. Todas las transacciones comerciales
que se dan en el mundo capitalista están regidas por
el dinero, nuevo dios del Olimpo moderno. El dinero se insinúa,
corroe, modela, se convierte en "rey de la política".
Todo se vente: los anuncios, los carteles publicitarios,
los calendarios participan del paraíso del dinero.
También se venden los carteles que evocan ensoñaciones
de historias idílicas, pasajes enmascarados, realidades
disimuladas.
El cartel-calendario helgueriano gozó de una amplia
aceptación entre las capas sociales medias y populares
del México moderno. El cartel-calendario es reclamación
y llamado de atención al heroísmo dentro de
una vida cotidiana que asfixia y agobia. Es la representación
del santoral patrio que se venera, que acompaña, que
se hace cómplice de las contradicciones en la cotidianeidad;
su mensaje no es inocente. Indica un nuevo ritmo de vida,
ya no medido por el curso del sol, sino por el reloj. Un
compás en el tiempo que el mexicano de las clases
populares apenas alcanza a comprender, a sufrir, y cuyas
manecillas indican de manera inexorable el paso de la historia
con sus días vertiginosos, afanosos, contradictorios,
plagados de eventos de difícil lectura, en ocasiones
lacerantes. Pero siempre hay tiempo para soñar, y
qué mejor manera que marcar el tiempo con la imagen
glorificante, contenedora, sublime y legitimadora, que al
coste de las hojas que registran los meses, invitan al consumidor
a regocijarse con la imaginería que evoca epopeyas
gloriosas y legendarias; que conforta, tranquiliza. La imagen
es máscara, ilusión; es propaganda. La autora
se refiere al fenómeno del tiempo con una prosa contundente: "Es
la unión de un objeto estético con un tiempo
humano, en el sentido de administrar una dimensión
que nos atañe medularmente, pues está relacionada
con la vida cotidiana y sus inevitables, necesarias circunstancias
cíclicas o trascendentales, y con una dimensión
cósmica."
Los elementos que Helguera utiliza en la composición
plástica son estructuras y manejo de ejes, tensiones,
contenciones y demás recursos formales que permiten
penetrar en -aclara la autora- los "evanescentes ámbitos
metafísicos del acervo imaginario del artista, y nos
aproximan al orden físico-espiritual que lo animó antes
y después de la realización de su producción".
Después de una aguda observación que ejerció Elia
Espinosa para la elaboración de este trabajo, precisa
que Helguera "utilizó una composición triangular
con elementos dinámicos y estáticos que aceleran
o hacen más lento el movimiento de forma"; con excepción
de cuadros como La muerte de un torero, La bendición
de los animales, El bautizo y El empate.
Al estudiar los recursos formales en la obra pictórica
de Helguera, la autora se detiene a analizar la fuerza colorística
que utiliza para atrapar al espectador, para ser entendido
y hacerse notar sin escandalizar ni descontrolar: "El color
continúa y refuerza la objetivación del contenido
que la forma dirige en la totalidad de las obras como unidades
en sí. Utiliza colores brillantes, a veces muy puros,
casi planos de tan saturados, acentuando un sentimiento o
idea, pero válidos en su autonomía propiamente
cromática."
La investigación de la autora también nos
informa que Helguera utilizó la fotografía
para registrar aquellos pasajes naturales y elementos étnicos
que le interesaba representar, después de esbozarlos in
situ y continuar con el trabajo en su estudio. Este
método le permitió al artista trabajar con
mayor velocidad, para proveer de ejemplares a la "colección
de línea" patrocinada por la Cigarrela La Moderna,
colección editada, a su vez, por la imprenta Galas
de México. "Se trataba de obras de formato grande
(2.10 m. x 1.90 m. en general) -nos dice la autora-, pintadas
al óleo, que atraían enormemente al dueño
de la Cigarrera que las coleccionaba después de servir
para ilustrar el calendario del año."
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La obra Leda y el cisne es señalada
por la autora como paradigma de la pintura helgueriana, de
la cual concluye: "trascendió aquello que otra percepción
calificó de cursi en su obra de calendario. En el
romanticismo panteísta-amoroso de ese mito que une
humanidad y animalidad, y en el erotismo constante, a pesar
del franco acoplamiento de los personajes de la escena, el
pintor halló el fuego para incendiar sus propios cánones..."
En suma, la poética de Jesús Helguera al representar "al
indio, al campesino, a veces al obrero, a la china poblana,
al charro, al chinaco, al 'valiente', y a cada uno de sus
protagonistas los sitúa en un edén mítico -la
nación mexicana- regido por una exaltada armonía";
haciendo eco de la retórica de los gobiernos posrevolucionarios.
Pintó con ojos urbanos diversos pasajes de la historia
patria, con héroes deificados, o más bien dioses
humanizados, en un estado de felicidad permanente. Para Helguera
los conflictos sociopolíticos y económicos
del México moderno no eran temas que apremiaran su
representación. No obstante esta paradoja, la autora
rescata con razón al ser artista helgueriano, y en
tono poético concluye: "En un trasfondo histórico
y moral, su obra es una más de las heridas ideológicas
que aún arden en nuestra sociedad y su historia. Él
las cicatrizó con fantasía, sueño y
ensueño, en la cálida cercanía del calendario
sobre el muro"
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La autora, a semejanza de Helguera, hizo cicatrizar "una
herida de indiferencia" en la historiografía contemporánea,
al hacerle un justo reconocimiento a tan importante artista
hispanoamericano.
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