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En vivo y a todo color… ópera(1)
Alejandro Gallardo Cano*
agallardocdos@gmail.com
Es el Auditorio Nacional, ubicado en el lindero norte del
Bosque de Chapultepec, en la ciudad de México. En su interior,
el murmullo de expectación de un público que
llena más de la mitad del recinto es interrumpido por
la campanilla que anuncia la tercera llamada. Se trata de una
llamada discreta pero que resulta suficiente para obligar a
los concurrentes que transitan por las escaleras y hacen corrillos
en los pasillos a ocupar sus lugares. Y entonces, se abre el
telón que da paso a los primeros acordes de la ópera
de Verdi en la ejecución de la magnífica orquesta
conducida por James Levine… Un momento, ¿telón?
¿Acaso
debiéramos decir, con más propiedad, que la tercera
llamada es la señal para que un modernísimo proyector
de alta definición de 20 mil lúmenes, haga
un fade
in(2) sobre la
pantalla gigante de 18.6 por 10 metros, acompañado por un sonido
de alta fidelidad dispersado por 32 bocinas? Imagen y sonido
de una estupenda orquesta que se encuentra no aquí,
en el Auditorio Nacional, sino en el Metropolitan Opera House
de Nueva York.
Porque
en realidad eso es lo que ha ocurrido en los programas de verano
que desde el año 2008 se han ofrecido al público
mexicano: óperas clásicas y de reciente creación,
galas y selección de arias monumentales, ejecutadas
por cantantes reconocidos y orquestas conducidas por directores
de gran talento como James Levine, Alan Gilbert, Mikko Franck
y Marco Armiliato, entre otros. Todo transmitido, en cada ocasión,
por vía satelital, en vivo, desde el Met, como los
neoyorquinos suelen nombrar a ese teatro.
The Met: Live in High Definition. Con este título,
en dos temporadas veraniegas con sus retransmisiones grabadas
durante dos otoños, se ha presentado un espectáculo
novedoso por la peculiar combinación de inmediatez,
gran calidad artística y una proyección de alta
definición en audio y video. Así, obras de Giusepe
Verdi, Richard Strauss, Giacomo Puccini, Hector Berlioz y Gaetano
Donizetti, entre otros, han compartido programa con óperas
de autores más recientes, como Jules Massenet y John
Adams.
Por tratarse de un espectáculo audiovisual, mención
especial merecen los directores de escena que logran armar
producciones que integran la actuación, la escenografía
e iluminación, la música y la voz humana. Así,
fue posible apreciar La Traviata, Tosca, Salomé, Il
Trovatore, La Damnation de Faust, Hamlet, Carmen en
montajes atrevidos, fastuosos, originales, ideados por Penny
Woolcock, Robert Lepage o Patrick Summers. Su talento debe
ser reconocido, lo mismo en el caso de los directores de cámara,
usualmente ignorados por los responsables de los programas
de mano y los carteles publicitarios.
Seguramente, como consta en el registro de ventas de los boletos
de las temporadas 2008, 2009 y 2010 (de acuerdo con la entrevista
telefónica con Peter Gelb, gerente de The Met: Live
in High Definition), muchos melómanos mexicanos
disfrutaron a sus anchas de puestas escénicas de una
manera vívida, en forma tan intensa como si hubiesen
presenciado la ópera en la sala de conciertos. Al menos
así lo expresaron diversos asistentes a esa primera
serie de montajes transmitidos en vivo.
Para comprender de mejor manera el impacto social que tiene
este tipo de espectáculos transmitidos en vivo, es preciso
exponerse a ellos. Se trata, por supuesto, de una experiencia
que no es ajena a nuestra cultura, pero que hasta la fecha
se ha circunscrito al ámbito de los deportes, particularmente
el fútbol o el box (¿quién no se ha despachado
un par de copas, en medio de la gritería de una cantina,
mientras juega tal o cual equipo, mientras dos contendientes
se muelen a golpes en el ring?).
Pero a la transmisión en sí del ofrecimiento
escénico se añaden otros componentes de carácter
psicológico y de relación humana inmediata que
elevan la experiencia de la interactividad a niveles difíciles
de explicar. El acto de escuchar y ver un espectáculo
de primer mundo en materia musical y escénica, y poder
vibrar con este tipo de producción que se apoya en la
más refinada tecnología, tiene el valor agregado
de un público que enriquece el acontecimiento con sus
carraspeos, sus cuchicheos, el movimiento nervioso de sus cuerpos
que hacen rechinar butacas… Ruidos que, por insólito
que parezca, incrementan la emoción del espectáculo.
Son parte del espectáculo.
Algunos ejemplos ilustran lo anterior: en determinadas funciones,
algunas personas acudieron al Auditorio Nacional de riguroso
frac o por lo menos de traje negro; también se observaron
damas enjoyadas y vestidas de largo. Igualmente, en la mayoría
de las ocasiones, el público aplaudió entusiasmado
al concluir la transmisión, casi como si solicitaran
el clásico encore a los remotos, remotísimos
ejecutantes. Son giros inesperados en la forma como se degusta
una experiencia nueva en el país. La reacción
social que provoca ésta resulta reveladora e intrigante
a la vez, y habla de la trascendencia de programar ópera
a distancia.
Son, qué duda cabe, peculiaridades que ameritan una
reflexión nada superficial acerca de los alcances educativos
y estéticos de la transmisión sincrónica,
así sea sólo para el disfrute y la recreación.
Tal vez porque lo transmitido en ese momento tiene para el
espectador remoto un valor añadido: la certeza de que es parte
de lo que ocurre en ese instante, así esté aconteciendo
en los confines del mundo o fuera de él.
¿Quién,
alrededor de los cincuenta años
de edad, no recuerda con emoción las imágenes
en un desvaído color de la primera transmisión
satelital mundial de “All You Need Is Love”(3) de
los Beatles? ¿O las imágenes en blanco y negro
llenas de altos contrastes de la llegada del hombre a la Luna? ¿Qué carga
emocional conllevan estas transmisiones sincrónicas
que las hace tan atractivas, tan dinámicas y estimulantes?
Quizá, siguiendo no literalmente a Pierre Bourdieu,
el disfrute de espectáculos como el que nos ocupa
involucren al espectador a distancia en un juego con un cierto
dejo de distinción, de privilegio. Se accede a un
campo social al cual no todos tienen acceso, y en el cual
debe ponerse en juego –o acceder a– un capital
cultural que no todos poseen.
O
tal vez la explicación discurra por otros caminos,
los de la experiencia vicarial(4),
aquella que tan bien rescata Diana Laurillard(5) cuando
dice que el espectador adulto es partícipe de la experiencia
a distancia en un sentido idealizado de “presencia
por interpuesta persona”; pero es una experiencia vicarial
que nos permite aprender “casi” de manera directa.
En el caso que nos ocupa, descubrir todo aquello que no sabíamos
(o no entendíamos) del espectáculo escénico
de la ópera
De acuerdo con la teoría del vicario, disfrutamos
de una función de ópera aun si no estamos presentes,
y si somos espectadores asiduos, hasta aprendemos a descubrir
aquella inflexión de voz, aquel matiz en los acordes
orquestales que nos ayudan a apreciar realmente el espectáculo.
Cualquiera que sea la explicación de estas sensaciones
novedosas provocadas por el estar y realmente no estar,
es claro que, de continuar esta oferta operística
en vivo y a distancia, se generará un nuevo gusto
por la ópera, es decir, nuevos públicos (que
es lo deseable), porque se apela a la capacidad de suscitar
emoción que tienen los mensajes masivos y que normalmente
se subestima en lo que respecta a los medios electrónicos
al servicio de la enseñanza, la difusión de
la cultura y la educación.
El éxito que tiene este tipo de producciones –mismas
que se valen de la mejor tecnología para no demeritar
el espectáculo original que ocurre a cientos de kilómetros
de la sede receptora– puede ser cabalmente comprendido
si se considera la capacidad expresiva de los lenguajes audio-escrito-visuales
de los medios de comunicación integrados en las llamadas
tecnologías de la información y la comunicación
(TIC’s).
Por ejemplo, hablemos de aquello que bien podríamos
llamar la ventaja de la “cercanía proxémica” que
el espectador a distancia tiene respecto del espectador real.
En efecto, al término de los conciertos presentados
en el Auditorio no era difícil escuchar entre los
entusiastas aficionados al bel canto afirmaciones
como: “más allá de ahorrarme el boleto
de avión, la estancia y los gastos de rigor, nunca
me había sentido más cerca de los ejecutantes… de
las sopranos y los tenores”.
¿Y cómo no? Aun con los binoculares más
sofisticados, difícilmente un espectador del Met,
allá, en Nueva York, alcanzaría a apreciar
el grado de detalle sobre el vestuario, sobre la escenografía
o sobre la gesticulación de los ejecutantes que nos
permiten los atrevidos close up de una cámara
experta.
Gloriosos primeros planos de seis u ocho metros que magnifican
los detalles más sutiles, como una mirada, una sonrisa
o el fino ademán de una mano.
De igual forma, un director de cámaras diestro, conocedor
de su oficio y de la obra que transmite, nos obsequia con
movimientos de cámara (tilts, pannings,
grúas, dollys) que lo mismo presentan una
minuciosa descripción visual de vestuarios o detalles
de la escenografía que ofrecen un “seguimiento” del
movimiento nervioso de una prima donna en el escenario.
Un seguimiento que difícilmente podríamos aislar
de estar en la sala de conciertos original.
Estamos entonces ante una fusión afortunada del lenguaje
escénico y el lenguaje televisivo o audiovisual: el énfasis
añadido de los primeros planos y la exploración
de las cámaras montadas en sus rieles y dotadas de poderosas
lentes de foco variable compensan en parte la distancia y el
no estar presente en lugar donde se lleva a cabo el ofrecimiento
escénico-musical. Obtenemos una experiencia vicarial
rica, emotiva y necesariamente aleccionadora.
Más allá de la obvia democratización lograda
con el proyecto: poner la ópera al alcance de “públicos
masivos”, conviene reflexionar acerca de la trascendencia
social y el impacto cultural de los actuales recursos teleinformáticos.
Agreguemos a lo anterior la oportunidad, entendida ésta
como el acceso a información privilegiada al momento.
Por ejemplo, obras, logros artísticos y científicos
que de otra manera llegarían tardíamente a diversos
públicos.
Dicha
potencialidad queda ejemplificada claramente con la estupenda
puesta en escena de una ópera de nuevo cuño que
en la temporada 2008-2009 fuera exhibida como estreno mundial: Dr.
Atomic, de John Adams, cuyo montaje en nuestro país
seguro tardará en ocurrir –en el mejor de los
casos– algunos años.
Cabe esperar que temporadas sucesivas de The Met: Live
in High Definition resulten igualmente o más exitosas
que las efectuadas hasta este momento en nuestro país,
dado que de manera gradual se ha ofrecido una programación
cada vez más accesible, gracias a obras de Puccini (Tosca),
Verdi (Aída), Offenbach (Los cuentos de
Hoffmann), Bizet (Carmen) y Thomas (Hamlet). Óperas
que, usualmente fragmentadas por la publicidad y el cine comercial,
tienen una honda raigambre popular pero que son poco vistas
y escuchadas en su versión íntegra por el gran
público.
Desear que esta experiencia artística a distancia siga
teniendo un gran éxito de público se funda en
razones de peso, dado que hablamos de una forma de arte escénico
originalmente creada para recreo del “bajo pueblo” y
que, con el tiempo, devino en arte “de elite”.
Quizá ahora la tecnología contribuya a restituirle
a este arte parte de su condición original.
De manera definitiva, la ópera a distancia es una experiencia
que los especialistas en educación a distancia deben
conocer “en directo”, porque permite aquilatar
su propio actuar en un mundo de virtualidades rico
en estímulos emotivos que indudablemente vivifican el
terreno de la difusión cultural, el aprendizaje y la
enseñanza. Una experiencia, en suma, que ayuda a revalorar
el papel de los medios de comunicación, su capacidad
de suscitar el goce estético y el vínculo social
mediante el uso de información trascendente y de calidad.
Exactamente estamos hablando de una función contraria
a la asignada de modo tradicional a la televisión comercial,
al menos en nuestro país: mentir a los públicos,
sustentar visiones tergiversadas de la realidad en favor de
los grupos hegemónicos y banalizar al extremo los problemas
reales de la sociedad.
* Maestro en Comunicación. Profesor
de la Universidad Pedagógica Nacional y la Facultad de Ciencias Políticas
y Sociales, UNAM.
Inserción en Imágenes: 11.08.11.
Imagen de portal: Auditorio Nacional. Foto: Daniel Lobo,
2006.
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