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Emporios
transpacíficos
Jorge Bravo*
beltmondi@yahoo.com.mx
Carmen Yuste López, Emporios transpacíficos.
Comerciantes mexicanos en Manila 1710-1815, México,
Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM, 2007,
512 pp.
Desde los tiempos más remotos, como es el caso de Fenicia,
las ciudades-puerto han tenido un papel destacado y hasta hegemónico
en la historia de la humanidad. La literatura ha hecho de ellas,
por ejemplo, confluencia de pasiones, conflictos y vericuetos
memorables, ya sea económicos, ya sea sociales. Cómo
olvidar la Marsella que dibuja Dumas en El Conde de Montecristo,
a donde llegó la correspondencia-noticia, a manos ingenuas
de Edmundo Dantés, de que Napoleón Bonaparte había
escapado de la isla de Elba y de que se dirigía a París
para recuperar el poder de Francia y lanzarse a la conquista
de Europa para diseminar por toda ella las luces de la Ilustración,
aunque muy a su manera. Esa misiva que llegó al puerto
francés de Marsella sería la causa de no pocos
infortunios, secretos y venganzas a lo largo de la estupenda
trama de Montecristo.
Pero
no sólo las ciudades-puerto mediterráneas
o europeas han sido prolíficas en historias y trasiego
de mercancías provenientes de todos los puntos cardinales.
En México, al menos dos ciudades, desde los tiempos
de la Nueva España, gozan de reconocimiento e historias
qué contar: Veracruz y Acapulco.
La
primera, sobre todo, ha sido prolífica
en eventos históricos, desde los “presagios
funestos” que, a decir de Miguel León
Portilla, espantaron y angustiaron a Moctezuma
y a toda una civilización antigua,
hasta el desembarco de conquistadores españoles,
pasando por las invasiones francesa y estadounidenses
y la salida al exilio de don Porfirio a
bordo del buque Ypiranga. Muchos otros acontecimientos
se escapan a la memoria, pero no deja de
ser notable la presencia del puerto de Veracruz
ía nacionales.
Menos suerte, para los legos, es el caso
de Acapulco, cuya importancia, si bien no
es fortuita, se conoce menos. Más
allá del impulso turístico
que le imprimió en su momento el
presidente Miguel Alemán (y que hoy
pesa sobre ella la mala fama de la prostitución
infantil y el narcotráfico, negocios
e industrias de nuestro trastrocado siglo
XXI), no siempre se sopesa la importancia
mercantil y cultural de ese destino en el
Pacífico mexicano. De ahí la
importancia de investigaciones como la de
Carmen Yuste López en Emporios transpacíficos. Comerciantes mexicanos en Manila 1710-1815.
Se trata de una acuciosa y exhaustiva investigación
de los tratos y transacciones entre los
comerciantes de Manila, Filipinas, y los
mexicanos –vía el puerto de
Acapulco– durante más de un
siglo. La obra llama la atención
no sólo por sus dimensiones (512
páginas) sino, sobre todo, por la
investigación documental, en variados
archivos, que llevan a la historiadora a
embarcarse en un galeón cargado de
documentos, folios, referencias, información
y finalmente historia que da cuenta de la
relevancia que tuvo para ambas ciudades
el comercio transpacífico, como atinadamente
lo califica Yuste López, en contraposición
al más conocido, por centralizado,
comercio entre la Nueva España y
la metrópoli. Parece ser más
prolífico el registro histórico
de las comunicaciones entre los países
latinoamericanos y Europa a través
del Atlántico y, sin embargo, como
podemos apreciar en el documentado libro
de Yuste, muchas historias tendrían
que ser analizadas y relatadas de la comunicación
transpacífica.
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Enumeraciones
de los nombres de los galeones y sus generales a cargo que surcaron
el Pacífico durante todo el siglo XVIII, nombres de comerciantes
que fundaron obras pías y donativos, listas de autoridades
y funcionarios, nóminas de mercaderes que embarcaron mercancías
a Acapulco y su precio estimado, así como el valor intrínseco
de dichas mercancias, enriquecen una obra que explica los entretelones
comerciales de un siglo convulso, los entresijos mercantiles entre
dos colonias que servían a un mismo monarca quien, paradójicamente,
veía a ambas como competencia y no dudó en imponer
obstáculos hasta asfixiar sus negociaciones, en uno de los
tantos errores y medidas despóticas que cometió la
metrópoli contra sus colonias, previamente a su liberación.
La
Historia no deja de ayudarnos –además de para extraer, recrear
e interpretar el pasado– para recordar que muchas de las costumbres
comerciales que actualmente se practican y acometen en plena globalización,
ya existían o ya había simientes de ellas en el lapso que
estudia la investigadora (todo el siglo XVIII), y aun mucho tiempo antes.
Es más, para el caso de México, como se desprende de la
lectura del libro editado por el Instituto de Investigaciones Históricas
de la UNAM (2007), es posible rastrear prácticas como la desorganización
de la administración colonial; la ausencia de regulación
mercantil; la reglamentación (en caso de haberla) anacrónica,
poco vinculante, contradictoria o al servicio de los intereses privados;
la corrupción galopante que involucraba los negocios privados
de los propios gobernantes de Manila; la imposición y la evasión
de impuestos y el contrabando; la piratería y el pillaje; las
especulaciones; el dumping o triangulación en la introducción
de mercancías provenientes de otra nación, principalmente
China; la importancia de la información confiable para entablar
negocios continentales, etcétera.
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Para el imperio español las islas Filipinas fueron un territorio
donde se dificultaron y complicaron tanto la administración
como el control (lo demuestra plenamente la pérdida de soberanía
por varios meses que España padeció por cuenta de la
siempre intervencionista Inglaterra); por ello, tanto filipinos como
novohispanos se beneficiaron mutuamente de los intercambios comerciales,
que se remontan a 1572 cuando, sin mayores contratiempos, los galeones
surcaban anualmente el Pacífico rumbo a las costas de Acapulco.
Sin embargo, fue hasta 1593, cuando la Corona autorizó y reguló por
vez primera la ruta transoceánica entre Manila y Acapulco,
que vino a normalizar la periodicidad de los galeones que navegaban
hacia la Nueva España.
Más
que el fraude y el contrabando, a los españoles les preocupaba
la introducción a territorio novohispano de textiles y prendas
confeccionadas en China, vía Filipinas, que competían
con los textiles e intereses peninsulares (cualquier parecido con
la actualidad es mera coincidencia). Carmen Yuste se pregunta: “¿qué ocasionaba
más estragos al comercio español con Indias, las prácticas
fraudulentas en el tráfico transpacífico realizadas
por españoles, o la participación extranjera en el
comercio con América, tanto por conductos legales como por
medio del contrabando?”
Los españoles
residentes en Manila, la perla de Oriente, no estaban exentos de
culpa de esa situación que se plantea la autora porque, sin
mayor actividad productiva, los españoles ociosos vivían
de la venta de los espacios de carga en los galeones a los comerciantes,
merced a una concesión que desde el siglo XVI beneficiaba
a los ibéricos con relación al llamado “permiso
de comercio” con Acapulco.
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Un
aspecto a destacar es que se trató de un comercio intercolonial entre Manila y Nueva España, con bastante grado de independencia
(hasta cierto momento) respecto de la ingerencia ibérica. No
es poca cosa, tomando en cuenta las restricciones comerciales que, de
alguna u otra manera, siempre pesaron sobre las colonias. Por ejemplo,
la historiadora destaca la reglamentación de 1769 que marcó un
antes y un después en el tráfico mercantil insular, al
limitar la participación en los tratos del galeón a los
hijos de español nacidos en Filipinas y a los vecinos españoles
que demostraran su residencia en la isla con un mínimo de diez
años. Y es que durante el siglo XVIII el tráfico del galeón
filipino a Acapulco se convirtió en un fuerte competidor de la
flota española en Nueva España, como resultado de las
inversiones realizadas por los comerciantes mexicanos, como compradores
mayoritarios de las mercancías y como partícipes en la
propia organización mercantil desde Manila a través de
representantes e intermediarios.
Sedas, porcelanas, textiles, especias… cargaron el galeón
de Acapulco y atravesaron el Pacífico para después hacer
el viaje por tierra e instalarse en los almacenes de los tenderos mexicanos
y, más tarde, adornar los hogares más acaudalados de la
Ciudad de México. Pero a diferencia de lo que pudiera pensarse,
el galeón proveniente de Manila no sólo transportaba productos
suntuarios sino también mercancías que por su variedad
y precio eran accesibles para un mayor número de consumidores
novohispanos.
Por cierto, el historiador del arte Gustavo Curiel, investigador
del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM, se ha
especializado en el análisis histórico y estético
de objetos durante el periodo virreinal, muchos de ellos provenientes
de Manila. Lacas, porcelanas, muebles, prendas, pequeñas esculturas,
entre otros objetos fínamente elaborados en la época,
son el objeto de estudio de Curiel, lo que pone de relieve la trascendencia
histórica, económica y cultural que tuvo el comercio entre
las dos colonias.
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Carmen
Yuste, quien ya tiene un buen tramo navegado en la historia económica
de la Nueva España con Filipinas durante los siglos XVI al XVIII,
no deja de insistir en que el tráfico con Manila fue una de las
más importantes inversiones de los comerciantes novohispanos.
Así, a lo largo de la investigación, se sumerge en un
océano de tratos y contratos entre ambas ciudades –la asiática
y la americana–, para demostrar que la participación de
los comerciantes mexicanos fue más allá de la simple adquisición
de mercancías en Acapulco durante la feria del galeón.
“Los mecanismos de negociación de los comerciantes de México –descubre
Yuste López– en el eje transpacífico Manila-Acapulco
se suscriben, pese a adoptar distintas formas prácticas, en dos
aspectos generales. Por una parte, los que refieren los negocios realizados
en Acapulco y que se reducen a la participación legal como compradores
de feria, así como a la puesta al día de los tratos privados
concertados con los comerciantes residentes en Filipinas. Por otra parte,
un segundo aspecto es el que detalla la acción en la negociación
transpacífica mediante la intervención en la organización
comercial filipina.”
Es decir, la autora indaga con profundidad la organización mercantil
en Manila, pero también los medios utilizados por los comerciantes
mexicanos para introducirse en el comercio filipino: a través
de encomenderos o socios comerciales vinculados por parentesco. En el
transcurso del siglo XVIII los comerciantes de la Nueva España
se insertaron en la organización comercial filipina participando
de forma directa en todas las operaciones relacionadas con la conformación
de los cargamentos de los galeones que viajaban a Acapulco. “La
feria del galeón en el puerto de Acapulco fue un ritual anual
en el que, lejos de predominar las operaciones bajo las bases de la ‘libre
concurrencia’ eran los convenios privados los que señalaban
las pautas a seguir en las operaciones de compraventa.”
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Los límites entre lo legal y lo ilegal no siempre fueron visibles
en el tráfico de mercaderías entre Manila y Acapulco.
España se encaminaba a su gran decadencia histórica
que culminaría con las guerras de independencia, previas guerras
con Inglaterra y Francia. Pero antes, el país europeo todavía
intentaría recuperar su hegemonía en el mercado asiático
a través de la Real Compañía de 1785 que, no
obstante, desgastaría las relaciones intercoloniales entre
Manila y Acapulco, afectando la regularidad del tráfico transpacífico,
hasta su disolución en 1813, cuando España y sus colonias
se hallaban convulsionadas por las ideas libertarias. Deudas, conflictos,
malestar y pérdida de prebendas marcó la última
etapa de un intercambio comercial que floreció a pesar de
la metrópoli, pero que finalmente ésta se obstinó en
cancelar definitivamente, para que los almaceneros mexicanos y los
comerciantes filipinos dejaran de negociar en “perjuicio” de
la Corona. Al final, todos –Madre Patria, Filipinas y Nueva
España– resultaron perjudicados.
Inserción en Imágenes: 28.09.09.
Foto de portal: recibimiento del galeón.
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