“En tela de juicio”:
el análisis de las fuentes históricas. Un homenaje
al maestro Eduardo Blanquel*
Martha Fernández**
marfer@servidor.unam.mx
Aquel para quien el presente
es lo único actual, no sabe
absolutamente nada de la época
en que vive.
Óscar Wilde
Conocí al maestro Eduardo Blanquel en la Facultad
de Filosofía y Letras de la UNAM cuando ingresé a
la Licenciatura en Historia en 1971, durante el primer
semestre de la carrera, al cursar Geografía Histórica
General, materia obligatoria en aquel antiguo Plan
de Estudios. Me parece recordar que lo primero que
le escuché decir fue que, a partir de ese momento,
tendríamos que desconfiar de todos los maestros
de Historia que habíamos tenido desde la primaria.
La verdad es que yo había decidido estudiar Historia
gracias a mis maestros anteriores. De hecho, mi pasión
por la Historia nació en la secundaria, por lo
que en aquel momento su juicio me pareció un tanto… soberbio.
Tener una vocación temprana es, como muchas otras
cosas en la vida, “un arma de doble filo”:
por un lado, ahorra frustraciones y trámites burocráticos
de cambios de carrera; aunque por otro lado, también
hace que uno sea menos flexible para aceptar ideas que
no compaginan con las que uno ya se ha formado.
Claro
que el maestro Blanquel tenía razón. La
enseñanza de la Historia en la secundaria y la
preparatoria durante los años sesenta del siglo
pasado adolecía de varios problemas de origen que
teníamos que superar: la historia oficial, bastante
maniquea; una visión totalmente esencialista de
la Historia y el hecho de que no se favorecía el
pensamiento crítico; lo escrito en los libros de
texto se tenía que aprender de memoria, sin cuestionarlo,
sin asomo alguno de análisis. Así, con lo
poco que recordábamos de lo mucho que habíamos
memorizado, llegábamos a la Licenciatura en Historia
cargados de vicios y prejuicios, de manera que no recuerdo
haber sufrido tanto en ningún otro curso como en
el del exigentísimo maestro Blanquel quien, desde
el primer día de clases, nos hacía ver que
no sería nada fácil aprobar sus cursos.
Y realmente no lo era, tanto que los comentarios de los
compañeros de mayor edad eran que, quien lograba
aprobar las dos Geografías Históricas que él
impartía: General y de América, ya era un
historiador. Hoy sabemos cuánto bien le hizo el
maestro Blanquel a la enseñanza-aprendizaje de
la Historia con su exigencia de la lectura, el estudio,
el análisis y la estructuración de un pensamiento
propio. Pero como buen maestro, su misión docente
no se limitó estrictamente a la cátedra,
sino que –conciente de que tenía frente a él
a jovencitos no siempre muy seguros de la forma en que
construirían su futuro– prodigaba consejos
a sus estudiantes con tan peculiar estilo que acabábamos
por no saber si era una opinión, una orientación
o una “orden” que, a quienes supimos escuchar
y “obedecer”, nos sirvieron como una guía
no solamente en nuestra carrera sino también en
nuestro ejercicio profesional. En la actualidad, yo pongo
en práctica y transmito a mis estudiantes muchos
de los consejos del maestro Blanquel; no sé bien
si son siempre actuales por ser clásicos, o son
actuales simplemente porque la Universidad no cambia;
el hecho es que siguen siendo útiles para quienes
saben escucharlos.
Pero
el maestro Blanquel no sólo era exigente con los
estudiantes sino principalmente con los autores que nos
hacía leer. Era una época en los estudios
de Historia en la que todavía se debatía
el pantanoso asunto de la cientificidad de la disciplina: ¿qué tan
subjetiva era la Historia? ¿Qué tan científica
y objetiva podía ser? ¿La Historia es una
ciencia? ¿Qué clase de ciencia es? Todo
ello transitaba entre el positivismo, el historicismo
y el marxismo; este último, muy de moda por entonces.
El maestro Blanquel, discípulo de don Edmundo O’Gorman,
estaba seguro de que en el historicismo, encarnado por
su maestro, había encontrado una respuesta satisfactoria
en la forma de construir la Historia que comenzaba siempre
con el análisis de las fuentes.
Pero, ¿qué era
una fuente histórica?
O bien, ¿qué clase de fuentes históricas
eran las “correctas”? El positivismo se
preciaba de ser “científico” en la
medida en que utilizaba solamente el dato puro y duro,
la información de “fuentes de primera mano” como
pruebas irrefutables de los hechos históricos.
El maestro Blanquel ironizaba, en un texto dedicado
al doctor O’Gorman, de la siguiente manera:
Así nació toda
una maraña
en los métodos de investigación. A
los índices documentales siguieron los índices
analíticos y los índices de índices.
Los ficheros se multiplicaron y los documentos fueron
agrupados en una gama casi interminable de valor
testimonial como de primera, segunda, tercera o
enésima mano. Los testigos se clasificaron
como de vista, de oídas, coetáneos
o lejanos. Hubo eruditas disquisiciones cronológicas
y un prurito casi enfermizo por el documento inédito
y por los de primera mano; lo demás era calificado
despectivamente de “fuentes de segunda mano
que no merecían fe”. (1)
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Detrás
de todo ello, explica Blanquel, “está la
idea de que el pasado contiene una verdad alcanzable y
que permanece oculta por insuficiencia metódica
o informativa”. (2) Entonces
yo agrego que para el positivismo no existe una verdad,
sino la verdad, que solamente puede ser
conocida por medio de la información que proporcionan
las fuentes de primera mano.
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Todo esto,
que hoy parecería retórica, todavía en los años
setenta del siglo XX condicionaba y confundía las posiciones teóricas
frente a la Historia, de manera que para los estudiantes la confrontación
del positivismo, que ciertamente había alimentado nuestra precaria formación
preparatoriana, resultaba tan novedosa que en muchos de nosotros provocó una
verdadera angustia, especialmente en aquellos que proveníamos de preparatorias
privadas, cuya orientación tenía, en mayor o menos medida, tendencias
religiosas, lo que se traducía necesariamente en dogmatismos a ultranza.
Entonces, ¿cómo y dónde conocer la Historia? ¿Para
qué servían las fuentes de “primera mano”? ¿O
no servían para nada? ¿No podía conocerse “la verdad
histórica”? O peor aún: ¿no existía “la
verdad histórica”? Y no se crea que era un asunto secundario.
El maestro Blanquel, historicista sin concesiones, realmente logró poner
en conflicto las ideas preconcebidas que teníamos de la Historia. Resulta
fácil imaginar las prolongadas y falsamente eruditas discusiones que
teníamos los estudiantes en el “aeropuerto” de la Facultad
de Filosofía y Letras, sobre las lecturas que el maestro nos encomendaba.
No fue sencillo entender el cambio, la vuelta en la visión de la Historia
para quienes habíamos crecido con el positivismo. Tampoco fue fácil
comenzar a analizar las fuentes desde ese punto de vista. Uno de los más
notables ejemplos lo representa La invención de América de
Edmundo O’Gorman, que por supuesto leí por primera vez para acreditar
Geografía Histórica de América. ¡Horror de horrores!:
América no había sido descubierta, sino “inventada”;
o sea, el proceso de construcción del ser América a partir de quienes
lo habían conceptualizado así. Esto nos llevó a entender
que no había una verdad histórica sino verdades, versiones y visiones;
significados de acuerdo con la historicidad de las propias fuentes. En palabras
del maestro Blanquel:
El
ser de los existentes […] es el sentido
o la significación que les atribuimos a
partir de una circunstancia particular; por lo
tanto […] un mismo existente puede ser
dotado de distintos modos de ser, ya al mismo
tiempo, ya en forma sucesiva, según sean
las situaciones vitales de aquellos para los cuales
existe. (3)
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Para que tales ideas tengan sentido y validez es necesario, como decía
don Edmundo O’Gorman, “ponerse en los zapatos” de cada uno
de los autores de esas fuentes; esto es, conocer el momento histórico
de cada uno para poder contextualizar sus ideas adecuadamente y comprenderlas
dentro de ese contexto.
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Pero
claro, no bastaba con aprender a analizar las fuentes históricas
desde su historicidad sino que era necesario cuestionarlas, ponerlas siempre “en
tela de juicio” y nuestro primer entrenamiento en ese sentido lo obtuvimos
en los cursos del maestro Blanquel. Una vez ubicados en el contexto de cada
uno de los autores, había que preguntarse: ¿por qué tal
o cual autor escribiría lo que escribió?, ¿por qué su
manejo de determinados conceptos?, ¿qué pretendería
al hacerlo?, etcétera. Por supuesto, a lo largo de la carrera otros
maestros, como el doctor Álvaro Matute en sus cursos de Historiografía,
abundarían en esos menesteres; pero con el maestro Blanquel aprendí que
incluso las famosas “fuentes de primera mano” tenían que
ponerse “en tela de juicio”. Debían de analizarse a partir
de su historicidad para después interpretarse; pero dudar, siempre
dudar de lo escrito en ellas. Nada más difícil para los estudiantes,
incluso mis estudiantes, que piensan (como yo pensaba) que si fue escrito
por el propio protagonista de los hechos, seguramente debe de ser verdadero.
Pero con ese método, dudar por sistema, se consigue conocer, por ejemplo,
las exageraciones en las que cayeron los artistas novohispanos al elaborar
sus Probanzas de méritos y servicios. Uno de ellos, Diego
de la Sierra, por citar un caso, afirmaba haber construido la iglesia del
colegio jesuita de San Francisco Javier de Tepotzotlán, cuando en
realidad solamente había levantado un arco, o sea que el arquitecto
había “inflado” su “currículum”. ¿Por
qué? Porque la Probanza la había elaborado para solicitar
la plaza de Maestro Mayor de la Catedral de Puebla y obviamente tenía
que ponderar lo más posible su trabajo anterior; ¿cómo
iba a declarar que sólo había hecho trabajos menores?, ¿quién
le hubiera otorgado una responsabilidad como la que pretendía, que
equivalía a convertirse en el arquitecto oficial de la Catedral poblana? (4)
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En casos similares se encuentran también algunos
respetables prelados de la Iglesia, como don Juan de Palafox
y Mendoza, quien le informó al rey Felipe IV que
el retablo de los Reyes de la Catedral de Puebla había
sido diseñado por el famoso artista sevillano Juan
Martínez Montañés (uno de los más
importantes artífices de la Escuela Sevillana de
Escultura del siglo XVII), cuando en realidad parece haber
sido proyectado por un artista local. ¿Por qué el
obispo le mentiría al rey? A ciencia cierta no
lo sé pero como decía el doctor O’Gorman:
uno de los retos del historiador “es hacer inteligibles
con la imaginación las zonas irracionales del pasado”,
(5)
como podría ser el caso de lo que el mismo autor llama “ocultos
sentimientos” que, sin embargo, pudieron ser determinantes
en
la decisión que generó el suceso.
(6)
El obispo Palafox había llegado a la Angelópolis con la consigna
expresa de concluir la construcción de la Catedral porque el rey había
invertido ya mucho dinero en ella y el edificio parecía no tener fin.
Entonces, ¿cómo decirle al monarca que el retablo de la capilla
de los Reyes lo había diseñado el pintor Sebastián López
de Arteaga o el ensamblador Lucas Méndez? ¿Quién los conocía?
En cambio, la fama de Martínez Montañés no se había
quedado en Sevilla sino que había trascendido hasta la Corte de Madrid;
quizás en ello se encuentre la explicación: Palafox tenía
que demostrarle al rey que estaba haciendo su trabajo con tan alta calidad, que
había encargado el diseño del retablo de la capilla más
importante de la catedral a un artista famoso de España; de otro modo,
el obispo pudo haber quedado mal frente al rey e incluso pudo haber puesto en
riesgo las aportaciones económicas del erario real.
(7) En
este caso, el análisis de la fuente escrita, esto es, el informe que Palafox
envió al rey, fue muy importante pero también lo fue el análisis
formal del retablo en cuestión porque finalmente me dedico a la Historia
del Arte, gracias a que yo sí supe escuchar los consejos del maestro Blanquel
y tomé muy en cuenta uno en particular, que palabras más, palabras
menos, era el siguiente: “si quieren aprender, busquen un maestro y se
le pegan como lapa hasta que aprendan”. Y eso fue lo que hice: el maestro
elegido, como muchos saben, fue un gran amigo del maestro Blanquel: el maestro
Jorge Alberto Manrique, a quien realmente debo y agradezco mi formación.
En resumen, el maestro Blanquel primero, y después
otros grandes maestros que tuve la fortuna de conocer
dentro y fuera de la Facultad, como el maestro Moreno
de los Arcos, el doctor Matute, el doctor O’Gorman
y, por supuesto, el maestro Manrique, me enseñaron
a analizar e interpretar las fuentes históricas,
así como a ponerlas “en tela de juicio” para
llegar a resolver, o mejor dicho, a resolverme el famoso
problema de “la verdad histórica”;
solución que, al menos yo, puedo abreviar en la
siguiente aforismo del
doctor Edmundo O’Gorman: “el historiador debe alcanzar
una verdad que la posteridad privilegie como error”.
(8)
Inserción en Imágenes: 22.06.07.
Fotos de portal: El historiador Eduardo Blanquel en foto del 28 de septiembre
de 1964. Cortesía de la familia del maestro Eduardo Blanquel.
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