El Tajín: en busca de los orígenes
de una civilización
Arturo
Pascual Soto*
pascual@servidor.unam.mx
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Durante
muchos años predominó en la literatura
arqueológica, en las discusiones surgidas entre especialistas
a partir de una propuesta hecha por el Dr. Brueggemann, que
los orígenes de la civilización de El Tajín
eran tan recientes como el año 600 de nuestra Era.
Este investigador, cuya vida transcurrió ligada a
la arqueología veracruzana, supuso tras haber encabezado
una serie de excavaciones arqueológicas durante el
sexenio de Carlos Salinas de Gortari, que su planteamiento
daba cuenta incluso de los orígenes más remotos
de esta fascinante ciudad arqueológica de la costa
norte del Golfo de México.
Puesto que ya había mostrado a mis colegas mi absoluto desacuerdo con
esta propuesta, decidí solicitar primero a la Dirección General
de Asuntos del Personal Académico de la Universidad, a través del Programa
de Apoyo a Proyectos de Investigación e Innovación Tecnológica (PAPIIT),
y después al Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACyT),
el apoyo necesario para llevar a cabo toda una serie de programas de investigación
en la región de El Tajín –a mediano y largo plazo- que permitiera
aclarar de una buena vez el problema de sus antecedentes culturales. Desde 1996,
con la debida aprobación de las áreas técnicas del Instituto
Nacional de Antropología e Historia (INAH), dichas investigaciones operan
como Proyecto Arqueológico Morgadal Grande.
Hay que tener presente que hacia el año 600 de nuestra Era la esplendida
ciudad de Teotihuacan –hasta entonces paradigma de la modernidad mesoamericana-
comenzaba a perder fuerza como el formidable gestor comercial que había
sido, pues sus estructuras políticas se debilitaban rápidamente.
De hecho, para el año 500 d.C. los sitios más apartados de su antiguo
territorio de influencia –particularmente los del área maya- habían
dejado de mostrar la misma intensidad de contactos culturales que por siglos
caracterizaron sus relaciones con la metrópoli del centro de México.
Aunque el litoral norte del Golfo de México, y particularmente El Tajín,
ciertamente no participaron tan de cerca de este proceso de teotihuacanización -si
se me permite el término- no significa de modo alguno que hubieran quedado
excluidos de toda posibilidad de participar del mundo forjado por Teotihuacan.
Es decir, resulta inverosímil la suposición de que las etapas iniciales
de la cultura de El Tajín, el periodo Protoclásico (ca. 0-350
d.C.) y el Clásico temprano (ca. 350-600 d.C.), en las que sabemos
que concurre un notable desarrollo tecnológico y político, no reflejaron
el mismo escenario cultural de Mesoamérica.
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Así pues, una mañana lluviosa de otoño (1996) inicié la
primera temporada de trabajo de campo con el apoyo de un
grupo extraordinario de estudiantes de la Escuela Nacional
de Antropología e Historia (ENAH). Las investigaciones
arrancaron en el bosque tropical de Morgadal Grande, entre
las ruinas de una de varias ciudades que fueron en la antigüedad
dominio de El Tajín. Desde el punto de vista metodológico,
implicaba un reto: observar el centro desde la periferia
y enfrentar el problema de estudio desde una perspectiva
regional a una escala nunca antes proyectada.
En busca de los orígernes de la civilización
Poco a poco pudimos reconstruir pasajes enteros de
la vida cotidiana de ambas ciudades en el amanecer de su
civilización;
fuimos recuperando la apariencia de las casas y de los templos
del siglo III de nuestra Era y pudimos percatarnos de la
existencia de estructuras dedicadas al juego ritual de la
pelota desde épocas muy tempranas, así como
de la existencia de enormes plazas y plataformas piramidales
enteramente construidas con tierra y sobre las cuales se
hizo espacio a una serie de aposentos fabricados con paredes
de carrizo y techos de palma.
Fue justo en el ámbito de estas magníficas plazas donde en la antigüedad
se erguían a manera de estelas las esculturas que retrataban la efigie
de los más tempranos gobernantes. Usualmente representados de pie y con
el cuerpo visto de frente, los que han llegado hasta nosotros sostienen en la
mano derecha un báculo que remata a la altura del rostro formando un arreglo
de círculos concéntricos; en la mano contraria descansa una bolsa
que suele aparecer profusamente decorada. Todos visten por definición
como jugadores de pelota. Una pieza de tela les cubre los muslos sostenida al
cuerpo por una fajilla. Esta clase de prenda probablemente se teñía
o bordaba para enriquecer su aspecto y podía terminar en flecos o en borlas
diversas, tal y como ocurre en los relieves de El Tajín.
De un una residencia de élite de Morgadal Grande procede una aguja fabricada
en piedra coralina que debió usarse para bordar una tela con hilo muy
grueso, si es que consideramos el tamaño de la perforación que
hace las veces de ojillo. Semejantes prendas debieron ser únicas por razón
de su vistosidad y el cincel del escultor evocaba los diseños de las piezas
de tela que ciertamente se reservaban para uso de la clase gobernante, particularmente
el extremo de una fajilla o del propio faldellín que bajaba hasta asomarse
entre las piernas y que por largo tiempo se mantuvo como símbolo
de alto estatus social.
Parte importante de la indumentaria eran sin duda las rodilleras,
que también podían solucionarse a manera de
ajorcas hechas de tela o con cuentas, además de brazaletes
y collares que para esta época sería común
que se fabricaran con piezas de hueso, concha, en ocasiones
de barro y, en menor proporción, de piedras duras.
En algunos casos se observa una segunda faja ceñida
al pecho que, si bien corresponde a una de las características
del atuendo de los jugadores de pelota, no necesariamente
se encuentra presente en todas las representaciones de la
parte temprana del período Clásico. De hecho
sólo se advierte como tal en uno de los relieves de
El Tajín, el que por otro lado ilustra la producción
más antigua de la serie, si atendemos a consideraciones
de orden estilístico y particularmente a las dificultades
de su ejecución en cuanto a la solución frontal
de los pies. Hay que decir que este rasgo de los primeros
relieves muy pronto se substituyó por su representación
de perfil, al tiempo que aparecieron las volutas, mismas
que otorgarían a las manifestaciones plásticas
del centro de Veracruz su identidad definitiva.
Con barro naranja se fabricó otros objetos relacionados
con el arreglo personal; su uso no sólo se restringió a
la producción de vasijas de pasta fina sino que fueron
modeladas orejeras tubulares con menos de dos milímetros
de espesor y una circunferencia máxima de dos centímetros.
Las que conocemos de la ciudad arqueológica de Cerro
Grande deben fecharse –en todos los casos- entre los
años 230 y 410 de nuestra Era, muy al final del período
Protoclásico o en los inicios del Clásico temprano
(ca. 500 d.C). Es interesante señalar aquí que
se trata de objetos que por lo regular aparecen sobre los
pisos de las casas junto con fragmentos de vasos trípodes
cilíndricos, una forma cerámica característica
del repertorio alfarero teotihuacano. Nuestra orejera además
se asociaba con una navajilla prismática fabricada
en obsidiana verde y cuyo yacimiento de origen, establecido
por análisis de activación neutrónica,
es precisamente la Sierra de las Navajas en el Centro de
México.
En una estela de Morgadal Grande, por largo tiempo conservada
en la escuela primaria de El Chote hasta su traslado final
al Museo Nacional de Antropología, puede observarse
una clase de tocado que servía para señalar
el singular estatuto de los personajes de la élite
local. Se trata de un armazón rectangular, estrecho
y aparentemente rígido en su construcción,
que se ajusta perfectamente a la cabeza. A los lados y encima
del mismo surgen atados de plumas extraordinariamente largos.
En el centro, es posible observar un diseño, por lo
regular el mismo en todos los relieves, que figura dos bandas
entrelazadas, algo así como un moño firmemente
anudado; aunque, a decir verdad, todo el tocado parece elevarse
a la categoría de un símbolo, el que por añadidura
le corresponde a los gobernantes de la primera mitad del
periodo Clásico (ca. 350-600 d.C). En efecto,
no sólo parece manifestar la autoridad de la que se
hallaban investidos de antiguo, sino que debe estar representando
la institución política que representan. Tan
es así, que este mismo tocado es el que portan los
más tempranos tlálocs que conocemos en la región
y cuya construcción icónica no necesariamente
comparte todas y cada una de las reglas de la producción
sígnica teotihuacana en cuanto a la definición
de su identidad simbólica.
Pero vayamos por partes: es necesario dejar claro que los
relieves que hicieron notable la imagen de estos gobernantes
escaparon en múltiples ocasiones de su destrucción.
Los que han sobrevivido, una mínima parte de los que
debieron labrarse en un lapso algo menor de tres siglos,
lo hicieron por razón de haber sido reaprovechados –la
mayoría ya en pedazos- como piedra común en
las tareas de albañilería. Es por ello que
aparecen, como norma, descontextualizados y reaparecen prácticamente
en cualquier lugar de los asentamientos. Por otro lado, resulta
evidente que por mas que fueran solidarios en cuanto al tema
de la figuración y hasta en la naturaleza de las insignias
que portan los personajes, hay entre ellos una variación
estilística importante que corre paralela a la que
exhiben los soportes decorados de los vasos trípodes
cilíndricos. Si por su condición de reuso se
hace ahora imposible fecharlos en sus yacimientos de procedencia,
queda todavía la posibilidad de guiarse a través
del estilo para proponer fechas concretas a partir de las
decoraciones características de esta clase de vasos.
Aún tratándose de objetos que surgen localmente
en función de un cambio cultural que impacta fundamentalmente
a los grupos de elite, manifiestan con su esfera cerámica
todo un proceso de asimilación y reelaboración
local de un modelo cultural de clara extracción teotihuacana.
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Hay muchas cosas que sin duda deben y pueden ser explicadas
en el litoral norte del Golfo, particularmente en la región
de El Tajín, a partir de su interacción con
Teotihuacan; pero el conjunto de hechos culturales que se
manifiestan localmente en vísperas y durante los primeros
dos siglos del periodo Clásico cobran tal fuerza expresiva
que van mucho más allá de lo meramente teotihuacano
al constituir en época temprana una experiencia única
que sólo puede explicarse en la medida de la propia
civilización de El Tajín. La trascendencia
social de los jugadores de pelota, la proliferación
de los corredores ceremoniales dedicados con este propósito,
el señalamiento explícito de los gobernantes
y la voluntad de hacerlos trascender al inmortalizarlos en
la piedra, ponen en evidencia a una élite que por
más que sus manifiestos corran en el sentido de la
transformación, busca equilibrarse en los mismos principios
que tradicionalmente construían una sociedad armónica.
Por más que la forma refiera un innegable componente
teotihuacano, hasta un esfuerzo por colocarse en pie de igualdad
con las élites del centro de México, el carácter
de tales adaptaciones no hace sino advertir repetidamente
sobre la naturaleza estática del sistema y sobre la
permanencia de un sustrato cultural originario. En lo personal
me parece claro que la representación simbólica
del gobernante responde tanto por la comunidad en su conjunto
como por aquella parte de un sistema cultural que no admite
concesiones y de la cual depende la civilización en
su forma conocida. Su efigie es mucho más que una
proclama de poder político; es fundamentalmente una
declaratoria de su elevación por encima de las vicisitudes
históricas y de su naturaleza sobrehumana. Es en suma
un acto de afirmación de lo establecido.
El hecho es que la civilización de El Tajín creció sobre
la base de una economía de mercado y que la piedra angular de la gestión
de tan antiguas instituciones políticas era precisamente su capacidad
para redistribuir las mercancías. Basta con poner en su precisa dimensión
la empresa que significaba mantener en la llanura costera un flujo constante
de obsidianas procedentes de la Sierra Norte de Puebla, particularmente de Altotonga,
como para entender la importancia de su papel en el Clásico temprano.
Sin embargo, no es todavía claro el tipo de acción de las élites
locales frente al quehacer comercial teotihuacano, en cuyas manos sin duda recaía
el abasto de obsidianas verdes en la antigua región de El Tajín.
Tal proliferación de imágenes de gobernantes en asentamientos,
que para el III y IV siglo de nuestra Era no muestran diferencias jerárquicas
entre ellos, como es el caso de Morgadal, Cerro Grande y por supuesto El Tajín,
permite suponer que pudo generarse una cierta inestabilidad en la definición
política del territorio y un consecuente acceso diferencial a las rutas
de comercio. Es importante advertir que son estos mismos asentamientos los que
habrían de cumplir en lo futuro estas mismas tareas de redistribución.
Evidentemente, es necesario construir indicadores arqueológicos
confiables que permitan acercarse de mejor manera a la definición
del estatuto político de estas primeras ciudades y de
sus prístinos gobernantes en época anterior al
surgimiento de un verdadero estado territorial. Quedan muchas
cosas por averiguar, en especial si Teotihuacan hizo las veces
de un elemento integrador del área y catalizador de
las diferencias políticas locales o, si por lo contrario,
estimuló las rivalidades entre los asentamientos. Por
lo pronto es imposible establecerlo en definitiva, aunque podría
trabajarse la idea de que los cada vez más complejos
tocados de los gobernantes pudieron terminar siendo depositarios
de una clase de información que ya no sólo remitía
al carácter de su investidura, sino que iban más
allá al hacer explicita su identidad y por añadidura
la del territorio bajo su control.
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Tallados en piedra de grano muy fino, los magníficos
Tláloc de Cerro Grande fueron labrados en una de las
caras de los dos enormes sillares que los muestran, mismos
que alguna vez se encontraban ensamblados sobre los muros
de una remota cancha dedicada al juego ritual de la pelota.
Los ojos están formados por círculos concéntricos,
la nariz es humana y aparece representada de frente. Portan
una barra rectangular a manera de nariguera y en el lugar
de la boca se forman tres grandes dientes aserrados. Sobre
la cabeza hay un tocado que da origen a dos atados de plumas
muy largos que se extienden a ambos lados de la cara. Los
brazos surgen por detrás del rostro, aparecen abiertos
y terminan en manos que empuñan grandes cuchillos
de obsidiana. Probablemente proceden de la Plaza Central
y se suman a otro relieve recientemente hallado en El Tajín
que, pese a encontrarse muy dañado, permite reconocer
la misma figuración de un Tláloc con los brazos
abiertos. La boca está formada por labios muy gruesos
y aunque existe esta diferencia con respecto a sus similares
de Cerro Grande, es perfectamente posible tenerlos como equivalentes
y hasta suponer que en cierto momento del Clásico
temprano (ca. 450 d.C.) sería frecuente verlos
figurar en el borde de los paramentos centrales de los juegos
de pelota.
La evidencia reunida en los últimos diez años debería ser
suficiente para probar la existencia de edificios dedicados al juego ritual de
la pelota desde época muy temprana, pero el declarar su ubicación
junto a los grandes basamentos piramidales es algo que, por probable que parezca,
no ha quedado resuelto en todos los casos. Sin embargo, la posibilidad de que
así fuera es francamente alta. De hecho, Cerro Grande ofrece un magnífico
terreno de prueba para estudiar la dinámica ocupacional de los espacios
públicos del periodo Protoclásico y de sus marcadas transformaciones
en el Clásico temprano. No hay que olvidar que Cerro Grande tuvo que esperar
hasta el siglo III o IV de nuestra Era para que sus edificios adquirieran la
monumental dimensión que actualmente los distinguen y que, por otra parte,
los acerca a la volumetría de las plataformas piramidales estudiadas por
el Dr. Wilkerson en El Pital. A diferencia de esta última ciudad de la
cuenca del río Nautla, sólo Cerro Grande en la región de
El Tajín conservó prácticamente sin cambios lo que podríamos
definir aquí como un patrón antiguo en cuanto a urbanismo, esto
es, plazas de no menos de una hectárea de superficie y edificios que pueden
llegar a los 100 metros por lado.
Para el siglo III de nuestra Era el imponente Edificio 4 de Cerro Grande mostraba
un sólo cuerpo constructivo de unos cinco metros de altura que servía
como enorme basamento a una serie de aposentos muy sencillos edificados con paredes
recubiertas de barro cocido y probablemente techados con palma. No sabría
decir -por lo pronto- si sobre semejante terraplén también se hizo
espacio a uno o varios edificios dedicados al juego ritual de la pelota pero
ciertamente ya existía uno a nivel de la plaza. A decir verdad, tampoco
sé qué pensar sobre el lugar que ocupaban las estelas, pero todo
parece indicar que las habría y que éste sería su ámbito
natural. Aunque nuestros programas de excavación en Cerro Grande revisten
por ahora un carácter puntual, han resultado ser fundamentales para permitirnos
guiar en Morgadal Grande el estudio de contextos arqueológicos similares
pero que por fortuna no quedaron enterrados de antiguo bajo inmensos volúmenes
constructivos. Este es el caso de la Plataforma Norte que para el mismo periodo
mostraba un arreglo equivalente al que hemos reconocido en Cerro Grande y que
en Morgadal se valía de una plataforma de tierra de unos ochenta metros
por lado con taludes formados por sillares burdamente trabajados. Los bloques
de arenisca ya habían sido colocados en su lugar antes del año
250 de nuestra Era, y para inicios del siglo IV, si es que no antes, se amplió el
basamento y se colocó una rica ofrenda de platos y de pequeñas
ollas que probablemente se hallaban enterradas al pie de una estela que retrata
a uno de los gobernantes más antiguos de la ciudad. Desgraciadamente,
las condiciones del suelo son tan comprometedoras en términos de la preservación
de los materiales arqueológicos, particularmente de los restos óseos,
que ha llevado varios años liberar una parte todavía muy pequeña
del depósito ritual.
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Es este momento tan singular de su cultura el que constituye
no sólo el antecedente directo sino hasta la materia
prima de la que habría de valerse la civilización
de El Tajín en sus orígenes. De hecho, el modelo
cultural teotihuacano impactaría a nivel regional
sobre elites que jamás renunciaron al ritual del juego
de la pelota y que en todo caso aceptaron un cierto grado
de transformación pero sin apartarse del sustrato
cultural originario. Entre los años 220 y 450 de nuestra
Era, en términos de fechamientos absolutos, se manifestó la
esfera cerámica característica del Altiplano
Central mexicano al tiempo que comenzaba un proceso de reducción
de la masa constructiva de los nuevos edificios, aunque sin
alterar su necesaria vinculación con las canchas ceremoniales
del juego de pelota. La imagen de Tláloc saltó a
los sillares de piedra de esta última clase de edificio
y continuaron erigiéndose estelas con la figuración
de los gobernantes. Aunque sin deshacerse de los ya tradicionales
signos de autoridad, su efigie cobró el rostro que
caracteriza a las figurillas cerámicas propias de
la gran metrópoli del centro de México y probablemente
siguieron colocándose en el ámbito de las plazas,
mientras que persistió –por lo menos hasta bien
entrado el siglo VI de nuestra Era- tan inestable distribución
del territorio en unidades políticas independientes.
Dicho sustrato cultural originario que a nivel cerámico queda ilustrado
por las vasijas que participan en nuestra ofrenda de Morgadal Grande, es el mismo
al que debemos los grandes basamentos piramidales, las más antiguas edificaciones
destinadas al juego ritual de la pelota, las estelas labradas, además
de pequeñas esculturas en forma de yugo que se ajustan -en mi opinión-
al mismo patrón que comparte Cerro de las Mesas y que lo vincula con una
serie de rutas comerciales que fluyen desde el sur, cruzando la región
istmeña, por donde se habría difundido en época temprana
la escultura de estilo Izapa. La adopción local de las estelas y el uso
de grandes sillares de piedra en la construcción de los paramentos que
delimitan la cancha de los edificios consagrados al juego de la pelota pueden
tener que ver con este proceso de carácter general que en el centro de
Veracruz, tal y como lo ha explicado la doctora Daneels, incide en la formación
de una cultura característica del Protoclásico que se asocia desde
siglos atrás con la aparición de una clase dirigente en el seno
de una sociedad jerárquica. Por supuesto que hay un discreto componente
cultural de filiación olmeca en la región. Sin embargo, es el surgimiento
de Cerro de las Mesas y el desarrollo de la sociedad Epi-Olmeca en las montañas
de los Tuxtlas lo que realmente impulsa, entre los años 300 a.C. y 100
d.C., un verdadero cambio en la región que probablemente imprime su mayor
contribución a la cultura local en los primeros siglos de nuestra Era.
A este problema de estudio tendremos que enfocarnos en los próximos años.
Inserción en Imágenes: 16.11.06.
Foto de portal: Uno de los soportes de un vaso trípode
cilíndrico en Morgadal Grande, ca. 350-600
d.C.
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