La Invitación al baile de
Clementina Díaz y de Ovando
Clementina Díaz y de
Ovando, Invitación al
baile. Arte, espectáculo y rito en la sociedad
mexicana (1825-1910), dos tomos, Universidad Nacional
Autónoma
de México, México, 2006
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La manifestación del baile, entendido
como una variante de la danza culta es, al igual que
la música, uno de los aspectos más antiguos,
sublimes y representativos de la sociedad. No se puede
entender el folklore, ni el espíritu
de un pueblo ni de una época, sin esta expresión
tan llena de color que define a los grupos humanos en
un sentido más profundo. No obstante, el baile
de salón y sus manifestaciones sociales (especialmente
los del virreinato y el siglo XIX) han sido aspectos
poco estudiados por los historiadores, aun quienes han
revisado las bases de la cultura material y la vida cotidiana.
Es por ello que la investigación de
Clementina Díaz y de Ovando, Invitación al baile. Arte, espectáculo
y rito en la sociedad mexicana, a más de monumental, recoge todas
las crónicas sobre los bailes desde 1825 a 1910, logrando con ello un
marco cronológico enorme. También implica un aporte novedoso pues
rescata una de las diversiones más significativas de la sociedad mexicana,
en especial durante el siglo XIX, cuando el baile se convirtió en centro
de reunión social de las clases elevadas y escaparate de la moda.
Dada la vastedad de información, nutrida
de las notas sociales encontradas en la prensa decimonónica, sorprende
que no se haya utilizado antes el material por otros investigadores. A partir
de esas notas, la autora acota el universo del tipo de baile que analiza: el
baile aristocrático, también llamado de postín o de gran
escote –como se le decía entonces–, razón por la cual
era merecedor de la atención de los cronistas sociales. Como los bailes
eran eventos que ocurrían en grandes salones o edificios adaptados para
ellos, y reunían a lo “mas granado de la sociedad”, los cronistas
reseñaban ampliamente todos los detalles de estos bailes, desde la decoración
del lugar, los asistentes, la consabida descripción a detalle de los vestidos
de las damas y de sus joyas, hasta las piezas musicales que se interpretaron.
Es por ello que, desde la introducción, la autora nos aclara que en su
investigación está excluido el baile casero, improvisado, de las
clases populares y de la clase media, que desde luego sí bailaron pero
que sus eventos no quedaron registrados en la prensa del momento y, por lo tanto,
no se tiene la fuente para estudiarlos, al menos de manera tan amplia como los
bailes aristocráticos.
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El
trabajo de Clementina Díaz y de Ovando se divide
en dos volúmenes. El primero va de 1825 a 1884,
y el segundo desde ese año hasta 1910. La división
no es casual: durante el segundo periodo, en los años
de la llamada “paz porfiriana”, fue cuando
la prosperidad de la burguesía mexicana permitió una
gran abundancia de bailes de este tipo. En aquellos años
los articulistas reseñaron los bailes devotamente
y legaron al historiador una enorme cantera de documentos.
Los dos volúmenes se acompañan de un disco
con un anexo documental donde se incluye la lista completa
de los asistentes a los bailes, que no pudo incorporarse
en el texto.
Para los amantes de estos temas es un deleite revisar
cada una de las crónicas (pareciera que a la autora no se le escapó ninguna).
Nos transportan a esas suntuosas fiestas, además de ser un material valioso
porque a partir de él se pueden obtener múltiples significados
y lecturas sobre la sociedad mexicana. La misma autora señala que el material
brinda una inestimable abundancia de datos y sorpresas de toda índole:
social, política, económica, cultural, de las costumbres y las
mentalidades, de la moda, de los negocios que giraban alrededor de un baile,
además de infinidad de temas que pudieran derivarse.
De hecho, el artículo de Clementina Díaz
y de Ovando que dio origen a este libro, “Los bailes, su pasajero y vario
artificio”, publicado en 1983 en las memorias del IV Coloquio Internacional
de Historia del Arte El arte efímero en el mundo hispánico,
encontramos un análisis derivado del baile, centrado en la decoración
de los salones y que incluso convirtió a algunos personajes en expertos
en dichos menesteres. En su artículo, Díaz y de Ovando descubre
las obras de arte que se hicieron para decorar los salones a partir del abundante
material que se encuentra en las reseñas y en las imágenes de los
periódicos. Así nos fascinamos con grutas, jardines, pendones,
entramados, cortinajes y todo tipo de decoraciones que para los historiadores
del arte es una delicia, aunque su brillo fuese efímero como las mismas
fuentes bibliográficas las vislumbraron.
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No obstante, con buena voluntad los lectores
podemos imaginar, a través de las crónicas
periodísticas, la suntuosidad, el lujo, la alegría,
la emoción y el perfume que embriagaba con su
seducción a los asistentes a estos bailes. Desde
luego, la autora pudo echar mano de más imágenes
para transportarnos a ese mundo mágico y de ensueño
como era el de los bailes de la época. Encontramos,
eso sí, algunas litografías o grabados
que la prensa utilizó para ilustrar las reseñas
de los bailes, como el acaecido en 1888 en el antiguo
Edificio de la Aduana o en la Legación de Guatemala
y, por supuesto, fotografías como la de doña
Carmen Romero Rubio de Díaz, vestida de Diana
Cazadora, para el baile del ministro inglés en
1886; o bien, las del espacio interior del Palacio Nacional
para el baile del Centenario en 1910. Bastaría
revisar las numerosas colecciones de fotografías,
públicas o privadas, para darnos cuenta de que
el libro pudo enriquecerse enormemente con esas colecciones
de imágenes, en especial el primer volumen, el
cual guarda una desproporción gráfica con
el segundo, pese a abarcar más años.
Simplemente, para
la época de Maximiliano se encuentran retratos
de muchas de las damas que se reseñan en las notas
sociales, en especial las damas de Palacio de Carlota.
Es sorprendente que todavía los historiadores
no hayan revisado con mayor cuidado esos acervos. Por
ejemplo, es de llamar la atención que aún
se conserven fotografías del Palacio de Buenavista,
hoy Museo de San Carlos, durante la Intervención
Francesa, cuando fue residencia del general Aquiles Bazaine;
en una de las fotografías se aprecian adornos
tal y como los describieron los cronistas para un baile
alrededor de 1864, con banderas mexicanas y francesas,
además de trofeos, guirnaldas y otros símbolos
bélicos. La imagen fue tomada, según el
registro, por el fotógrafo francés François
Aubert y actualmente se encuentra en la Fototeca del
INAH en Pachuca, Hidalgo.
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Asimismo,
existen fotografías de “La Lonja”,
aquel famoso Club de los Comerciantes de la Ciudad de
México, localizada en los altos del Palacio del
Ayuntamiento y tantas veces mencionada en las reseñas
de los bailes. En algunas de las fotografías se
pueden observar aquellos grandes espacios con sus numerosas
columnas y patios que se convirtieron en salones de baile
durante tanto tiempo. Con la imagen gráfica el
pensamiento puede volar más alto. Y qué decir
de los innumerables retratos de personajes elegantemente
vestidos para los bailes, como se observan en las colecciones
fotográficas públicas y privadas. A mi
juicio, las décadas de 1870 y 1880 están
pobremente ilustradas, cuando se podría echar
mano de dichos acervos. Por ejemplo, en el caso de los
niños vestidos para bailes de disfraces se han
hecho interesantes descubrimientos en fotografía,
que los muestran vestidos al estilo Luis XV, con pelucas
y casacas imitando la moda del siglo XVIII.
También me pregunto
por qué no se incluyeron algunos de los artísticos carnets de
baile que se conservan entre coleccionistas particulares
y que contienen las piezas que se tocaron en varios de
estos bailes. Esos carnets y sus estuches son
pequeñas obras de arte y una delicia para apreciar
el trabajo de los litógrafos o de los joyeros mexicanos.
Lo mismo podría decirse de las invitaciones, en
algunas de las cuales se incluía el menú escritos,
por supuesto, en francés.
Desde luego, incluir estos
objetos y sugerir su valor simbólico, así como
las escenografías asociadas al mundo de los bailes,
hubiera implicado una investigación iconográfica
más ardua que quizás la autora no estaba dispuesta
a emprender por el tiempo que requiere. Tal vez hubiera podido
delegarla a sus asistentes.
Es sorprendente que tampoco
se incluyan los retratos de algunos de los personajes que dejaron
huella en los anales sociales del México decimonónico
e importantes para muchos de estos bailes, como Joel Poinsset,
Sir Spencer Saint Johns, embajador británico en México
desde 1886, Eustaquio Barrón, don Carlos de Borbón,
Elysa Lynch de Camacho, doña Catalina Cuevas de Escandón
y muchos otros. De algunos, por supuesto, no es fácil
encontrar su retrato, pero de otros existen abundantes fotografías
como la de Sebastián Lerdo de Tejada o Manuel González,
protagonistas de algunos bailes que se dieron en su honor cuando
subieron al poder.
En el disco pudieron incluirse
algunas piezas de baile que se mencionan en las reseñas,
y que algún investigador de la música hubiera
podido ayudar a encontrar. Si nos privamos de ver el baile,
quizá hubiera sido interesante escucharlo. En tiempos
de la internet algunos sabemos cómo se escucha una mazurca,
un lancero, un wals, una cuadrilla, una polka, un cake
walk o una danza habanera que tanto furor causó en
México, al convertirse en un baile de salón y
que tuvo su origen en los bailes de los esclavos negros de
Cuba, quizá abuela del actual danzón. También
hubiera sido interesante saber en qué consiste el baile
de cotillón. Sólo sabemos que era un “baile
de figuras”, pero ¿qué implicaba?
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Sin duda, el trabajo de Clementina Díaz
y de Ovando abre muchas líneas de investigación
para futuros historiadores, pues el material reunido
se convierte en la materia prima para revisar otros aspectos
de la sociedad mexicana del siglo XIX. En primer lugar,
quizás con las listas de asistentes se podría
comparar la evolución de los grupos oligárquicos
que rigieron los destinos del país en diferentes épocas.
Si consideramos que los grandes bailes fueron el centro
de reunión de los poderosos y los ricos, se pueden
analizar los cambios, las ausencias y las aperturas a
nuevos integrantes, los llamados nouveaux riches de
los que constantemente se hablaba en la sociedad mexicana.
Por ejemplo, muchos de los bailes ocurridos en la República
Restaurada, en especial durante los últimos momentos
del gobierno de Benito Juárez, pese a lo que se
diga respecto de la conciliación política
y el pronto olvido de los agravios provocados durante
la intervención francesa, se realizaron sólo
con la asistencia de los círculos allegados al
gobierno, esposas e hijas de los ministros y políticos
juaristas; los grandes apellidos estuvieron ausentes
en estas fiestas, como la que se ofreció a William
Seward en 1869 en el Teatro Nacional.
La evolución
de la prensa mexicana, lo mismo que la moda, es otro
de los muchos rubros que se puede analizar a partir del
material reunido. La descripción precisa de cada
uno de los vestidos de las damas asistentes es un interesante
repertorio que se puede constatar con las fotografías
y los grabados de la moda, e incluso con trajes conservados
en las familias. Asimismo, como lo señala Clementina
Díaz y de Ovando, es cierto que la crónica
social en el siglo XIX se convirtió en un texto
de escala artística. Fue este género el
que dio fama y brillo a plumas como las de Manuel Gutiérrez
Nájera o Fanny Natalie de Testa, quienes recurrieron
a los artificios retóricos de los literatos, pero
que llegaron a la cursilería y a la adulación
exagerada, visto desde nuestros ojos modernos.
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También son ciertas las constantes
quejas de los gacetilleros sociales respecto a que en
México los ricos casi no ofrecían fiestas.
Aunque lo anterior se niega en el texto, es un hecho
ineludible y habría que apuntar varias explicaciones,
pues la vida social mexicana se sostuvo gracia a los
extranjeros. ¿Qué hubiera sido de los grandes
bailes sin la llegada de personajes como los primeros
embajadores de Estados Unidos, Joel Poinseet, o de Gran
Bretaña, Henry George Ward, quienes animaron a
la adormecida sociedad mexicana de las primeras décadas? ¿O
bien, de mexicanos como el Conde de la Cortina que vivieron
gran parte de su vida en Europa?
La lista de líderes sociales extranjeros es sorprendente,
desde Madame Calderón de la Barca, pasando por
Sir Spencer Saint Johns hasta Elysa Lynch de Camacho.
Igualmente, los casinos que mayor vida social tuvieron
(no se cansan de repetirlo los cronistas de la época)
fueron los de las colonias extranjeras, como el Casino
Alemán, el Español, el Francés,
etcétera; el Jockey Club mexicano se fundó mucho
después que algunos de ellos. Los ricos mexicanos
parece que sólo iban a los bailes cuando se les
invitaba y no eran proclives a darlos. Ya se sabe la
máxima muy mexicana y que hiciera famosa José Tomás
y Cuellar en una de sus novelas: “Baile y cochino,
el del vecino”. Bajo esta premisa, no resulta sorprendente
que la burguesía mexicana abriera sus salones
poquísimas veces o casi nunca, como sí lo
hacían los ricos en Europa o en Estados Unidos.
Si bien esta ausencia de vida social tuvo su justificación
durante mucho tiempo, pues el periodo de anarquía
en México se extendió desde la consumación
de la Independencia hasta bien entrado el Porfiriato
(la división del libro lo comprueba), ya no era
un pretexto que en pleno apogeo del gobierno de Díaz
(entre 1888 y 1910) las diversiones del “gran mundo” fueran
tan raquíticas. La mezquindad y tacañería
de la llamada aristocracia mexicana se comprueba al leer
las páginas de este libro, pues los cronistas
sociales se quejaron amargamente de que las residencias
mexicanas eran más frías que los castillos
medievales por falta de animación de sus moradores.
Me pregunto, ¿en qué gastaban las fortunas
que le producían sus haciendas con la sangre de
la explotación de los peones? Es lamentable que
esta “aristocracia pulquera” no supiera divertirse
con el dinero de sus rentas y prefiriera, eso sí,
gastarlas en Europa donde las derrochaban; allí sí se
atrevían a dar fiestas y bailes a los potentados
de las naciones europeas. En cambio, en México
les parecía poca cosa dar un gran baile. Una razón
más para justificar la Revolución Mexicana,
que arrasó con los falsos oropeles del Porfiriato,
conclusión derivada de un aspecto en apariencia
sin conexión: el baile.
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Finalmente, las lecturas del libro de
Clementina Díaz y de Ovando son muchas y el material
allí se encuentra; las respuestas que derivan
de un baile se producirán en el futuro.
Inserción en Imágenes: 13.12.07.
Foto de portal: grabado tomado del libro Invitación
al baile. Arte, espectáculo y rito en la sociedad
mexicana (1825-1910) de Clementina Díaz y de
Ovando.
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