Un día cercano a la celebración de la exaltación de la Santa Cruz (14 de septiembre en 1224) el hermano León se acercó a San Francisco para rezar con él los maitines a la hora acostumbrada, no lo encontró en su celda y salió al bosque a buscarlo, entonces oyó la voz de Francisco y lo vio arrodillado, con la cara y las manos en alto, mientras decía con mucho fervor:
¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío? Y ¿quién soy yo, gusano vilísimo e inútil siervo tuyo?
Entonces fray León vio una luz intensa que se posaba sobre Francisco y escuchó palabras ininteligibles, pensando en interrumpir la aparición prefirió retirarse y desde lejos esperar el final, vio entonces como el santo extendía sus manos hacia la llama y cómo ésta retornaba después al cielo.
Templo de La Cruz. Santiago de Querétaro, Qro. 2009
Foto: Juan Carlos Romo
Templo de Nuestra Señora de la Luz
Tancoyol, Jalpan, Querétaro
Foto: MRM
Lo que había sucedido fue lo siguiente:
“Un día, el bienaventurado Francisco mientras oraba tuvo un éxtasis y vio frente a él, a cierta altura, suspendido en el aire a un serafín crucificado; pero vio más: vio cómo aquel serafín le imprimía en su propio cuerpo las llagas de la crucifixión, y se vio a así mismo crucificado; vio en sus manos y en sus pies las heridas de los clavos, y en su costado la abertura de la lanza. Desde aquel momento los estigmas de la Pasión de Cristo quedaron permanentemente impresos en sus miembros, y, a pesar del sumo cuidado que puso para que nadie los viera, posteriormente, durante su vida, algunas personas los vieron; y después de muerto fueron muchos quienes los contemplaron.”