Juan Soriano. Una semblanza
Teresa del Conde
tdconde@mx.inter.net
No conocí los inicios de la trayectoria de Juan Soriano, sino a través
de él mismo y de Inés Amor, quien lo acogió en la Galería
de Arte Mexicano cuando dejó Guadalajara para desenvolverse en la Ciudad
de México, a sus 16 años; esto ocurrió en 1935. En ese entonces
Juan ya había tenido contacto con Chucho Reyes; su disposición
para el dibujo era evidente y su vocación estaba prácticamente
definida, tanto que llegó a exhibir en una colectiva de pintores en Guadalajara
antes de su llegada a México.
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Su familia, de acuerdo
con lo que él
mismo decía (y que
pude comprobar a través de mi trato con su hermana
Marta), era extravagante, excéntrica, hippie antes
del jipismo. En ese tiempo hizo muchos retratos, algunos
por elección propia y otros por encargo; estaba dentro
del contexto de la llamada “Escuela Mexicana” y
sus temas fueron análogos, en cierto modo, a los de
Julio Castellanos y Federico Cantú.
Recuerdo en lo particular uno delicioso: Los ángeles
robachicos,
así como naturalezas muertas con cierto toque macabro, “angelitos” muertos,
muy en la tradición analizada por Gutierre Aceves
y retratos colectivos con toque humorístico, como
aquel que se titula La playa.
Contra lo que se cree, en ese tiempo Juan ya era celebridad,
al grado que fue el pintor más joven incluido en una
exposición canónica: Twenty
Centuries of Mexican Art, presentada en MoMA, Nueva
York, en la que la sección
moderna (no se decía entonces “contemporánea”)
estuvo a cargo de Miguel, el Chamaco Covarrubias.
En una de las varias entrevistas que le hice, me dijo lo
siguiente, que cito textualmente: “Nunca me ha preocupado la idea de que yo voy a desaparecer
como Juan o como individuo. Me parece maravillosa la muerte porque le da valor
a cada dibujo que uno hace, a cada conversación que uno tiene, a cada
momento que se vive… He sentido placer, gusto al ver algunas de mis cosas.
Pero al instante pienso que quizás esa impresión sea momentánea…;
(sin embargo, creo que) si algo sobrevive se convierte en
el producto de una cultura.”
Durante los años ochenta lo vi varias veces, nos hicimos amigos, quería
extraerle su sentir filosófico, sus comentarios sobre el medio cultural
mexicano; pero aunque le formulaba preguntas precisas, pensadas de antemano,
lo que a él le gustaba era monologar, haciendo gala de una especial capacidad
para la asociación libre, ligada a un sentido del humor especialísimo,
con sus toques “negros” y sarcásticos, que era lo que en lo
particular me fascinaba. Como siempre, he tenido especial interés por
lo que los artistas dicen (aunque formulen datos o hechos inventados, el discurso
del artista es un texto que vale como tal); me resigné a la circunstancia
de que no iba a responder a mis preguntas aunque sí le gustaba proceder
bajo una cierta directriz. Me llamó la atención que siempre
hizo hincapié en la anudación de las diversas investiduras que
puede ofrecer la idea de “muerte”, detectable, por cierto, en su
iconografía, incluso en aquella serie titulada La madre (1954-1955)
que, comentada por Jorge Alberto Manrique en 1959, le valió a éste
un primer reconocimiento como crítico de arte.
El encuentro de Juan con Diego de Meza, a quien retrató por primera vez,
creo que en 1941, fue fundamental porque lo llevó a trasladarse a Italia
cuando Diego aceptó un puesto en la FAO con sede en Roma. Juan estuvo
allí por primera vez entre 1951 y 1952 (entonces ya era profesor en La
Esmeralda) y absorbió todo lo que pudo en todas
las ramas del episteme;
se convirtió en un lector voraz. Regresaría a Roma en 1956.
Por cierto, el libro de la Colección de Arte UNAM con texto de Justino
Fernández fue complementado por Diego de Meza, toda vez que por la desaparición
de Justino en diciembre de 1972, el volumen todavía
no se encontraba terminado.
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No es del dominio común el aquilatar su trabajo como maestro
en La Esmeralda (lo ha hecho Gilberto Aceves Navarro) y por eso yo aquí sigo
su ejemplo, asistida mediante información proporcionada por uno de sus
más próximos discípulos: Tomás
Parra, quien destaca su generosidad, su trato incesante con
intelectuales y artistas de la talla de Octavio Paz, Lola Álvarez Bravo (Juan la retrató varias
veces y ella a él) Josefina Vincens, Xavier Villaurrutia, Jorge Cuesta,
Max Aub y los representantes del exilio español, entre otros. Se acercaron
a su taller de escultura en cerámica en La Ciudadela Pedro Coronel, Alice
Rahon, el mismo Francisco Toledo, inclusive Leonora Carrington. Su asistente
era el propio Parra; pero tengo para mí que en materia formal en quien
ejerció mayor influencia fue en el pintor Rodolfo Nieto. Gran parte de
las esculturas de gran formato que realizaría después tuvieron
su origen allí, en los bocetos, maquetas o esculturas conclusas que él
solía tomar como experimentos formales.
Desde niño conocía la escenografía (dijo haber sido titiritero)
y desplegó esta actividad principalmente en torno
al grupo Poesía
en voz alta capitaneado por Octavio Paz.
En el último homenaje que se le rindió -todavía vigente
en el Museo Amparo de Puebla-, Ángeles Espinoza Iglesias, con ayuda de
Miguel Cervantes, exhibió las acuarelas que sirvieron de bocetos a telones
y vestuario para obras clásicas y contemporáneas:
desde Electra hasta Asesinato
en la Catedral de T. S. Elliot; desde La cena del Rey Baltasar de
Pedro Calderón de la Barca, hasta Las criadas de Jean Genet.
En pintura ofreció una “ruptura” a partir de sí mismo
desde 1954-1955 con obras como La carrera de bicicletas, Apolo y
las musas, Peces luminosos (o alucinados)y un curioso
retrato de la filósofa
María Zambrano, su cercanísima amiga, cuadro que desde mi punto
de vista acusa si no influencia, por lo menos admiración
a Roberto Matta. Pero fueron los extraordinarios retratos
de Lupe Marín exhibidos
en 1962-1963 en la Galería Misrachi, los que lo marcaron como pintor de
primera línea en el contexto de la pintura mexicana realmente moderna,
acusando, como nadie en ese tiempo, después de Tamayo (tal vez con
la excepción de Pedro Coronel) una asimilación sensible e inteligente
de códigos prehispánicos.
Soriano se presionó en exceso con la Beca Televisa; los resultados se
exhibieron en el Museo de Arte Moderno (MAM), y después se ausentó por
un tiempo. Residía en París, donde una vez lo visité: pintaba
incansablemente y Marek Keller se hacía cargo del funcionamiento de la
casa y de otros menesteres. Fue una estancia larga; yo dormía en la ex
recámara de Diego de Meza y por las noches hablábamos y hablábamos.
Asistían visitantes de fuera con harta frecuencia.
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Felizmente fue muy festejado y reconocido:
se le celebraron sus 65 años
con una nutrida retrospectiva iniciada en el Instituto Cultural Cabañas,
que después de itinerar por varias sedes, terminó en el Palacio
de Bellas Artes entre junio y julio de 1985. En ese entonces Javier Barros Valero
era el director general del INBA. En la publicación
respectiva, Juan
Soriano y su obra, por fin pude publicar el resultado
de mis entrevistas con él, precedidas por un ensayo de Carlos Fuentes: “La elemental
figuración de la aurora” (en justa evocación de María
Zambrano) y otro de mi propia autoría. No sería el único
que le dedicara. Posteriormente, en el MAM, en el Museo Tamayo, en el propio
Palacio de Bellas Artes y finalmente el Museo Amparo, se exhibieron aspectos
diversificados de su trayectoria, a través de muestras antológicas
o temáticas que pusieron en relieve la vigencia de su producción.
La de las esculturas aladas (bronces todos) en el Palacio de Bellas Artes en
el otoño pasado, se constituyó en homenaje a sus 85 años.
Soriano marca época con su desaparición, que resulta ser contemporánea
a la de otros dos colegas suyos que transitaron por diferentes veredas: Raúl
Anguiano y Vlady.
Terminaré con dos citas. La primera recupera las bellísimas palabras
que otro gran personaje-artista y pensador de su generación le dedicó recientemente.
Me refiero a José Luis Martínez: “Peces,
palomas, caballos, toros y musas de este mundo y del otro
alientan la pintura de Juan Soriano, todos animados por un
impuso lleno de gracia y ternura.”
La segunda pertenece al indispensable Carlos Monsiváis y la recreo porque
en una ocasión yo también hablé de la frecuencia con la
que las ventanas aparecen en sus cuadros: “La ventana es la más
genuina Caja de Pandora.”
Pensemos que por una de las ventanas que abrió, como
aquella que aparece a modo de trasfondo en uno de los retratos
que le hizo a Marek Keller, Juan Soriano se fue calladamente
cuando su pequeño organismo físico de artista
perdurable había dado ya todo lo que pudo dar.
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