Sobre la arquitectura salomónica en la Nueva
España*
Nelly Sigaut**
nelly@colmich.edu.mx
Es
un placer reseñar un libro como éste, escrito
por Martha Fernández y publicado por el Instituto
de Investigaciones Estéticas de la UNAM, donde la
doctora Fernández se desempeña como investigadora
desde 1978. En este libro, cuyo título es Cristóbal
de Medina Vargas y la arquitectura salomónica en la
Nueva España durante el siglo XVII, la autora
muestra una espléndida madurez académica.
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El libro contiene 416 generosas cuartillas de texto, un apéndice
de otras 160 cuartillas de documentos y un glosario que permite entender algunos
términos muy especializados. Una cuidada edición con buenas fotografías
en blanco y negro -muchas de las cuales fueron tomadas por la autora- completa
la presentación de este libro que está dividido en cinco apartados
y unas largas e importantes conclusiones donde no sólo recopila y reconstruye
la historia que ha terminado de narrar, sino que lanza varias ideas en las que
sé que está trabajando desde hace un tiempo, de las que ha publicado
ya varios resultados importantes relacionados con el simbolismo en la arquitectura
novohispana, como el que dedicó a la basílica
de Guadalupe.
Aparentemente, el libro está dirigido al estudio de un arquitecto, Cristóbal
de Medina Vargas Machuca, quien trabajó en la Nueva España en el
siglo XVII, entre los años 1659 –cuando rindió su examen
como maestro– y 1699 –cuando murió a los sesenta y cuatro
años de edad. Pero sin duda este estudio es mucho más que
la biografía profesional de Cristóbal de Medina, pues los años
que Martha Fernández dedicó tanto a la recopilación de información
en archivos y bibliotecas como a recorridos por ciudades y pueblos de México
y Europa en busca de las huellas materiales y los informes documentales y bibliográficos,
le permitieron armar un sólido andamiaje para su personal reflexión
sobre temas fundamentales en el desarrollo de la arquitectura
mexicana del periodo virreinal.
Ésta es una primera característica que quiero destacar del libro:
profunda conocedora de la historiografía de la arquitectura europea y
americana, Martha Fernández se separa de esta producción y nos
brinda una visión personal, aguda y crítica de la forma de pensar
y practicar la arquitectura en la Nueva España durante
el siglo XVII.
Me referiré a la autora de este texto para ayudar a entender aún
mejor la trascendencia de su trabajo. Como señalé, Martha Fernández
es investigadora del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM
cuyo prestigio, que se desprende del trabajo de sus reconocidos miembros, trasciende
los límites nacionales y es referente obligado para los
historiadores del arte a nivel internacional.
Martha Fernández se ha dedicado con auténtica pasión al
estudio de la arquitectura y el urbanismo de las ciudades de México y
Puebla. Es autora de muchos artículos y libros sobre estos temas que la
muestran abarcando un amplio espectro: desde el periodo novohispano al siglo
XX, como lo demuestran sus publicaciones: de 1985 el ya clásico
estudio Arquitectura
y gobierno virreinal. Los maestros mayores de la ciudad de México y La
ciudad rota. La ciudad de México después del sismo, de
1990. Ésta
no es una decisión caprichosa ni casual, se nutre del profundo conocimiento
sobre la ciudad y sus monumentos así como del convencimiento de que hay
que conservar racionalmente esa memoria. La defensa del patrimonio histórico
de México es uno de los bagajes de la herencia que el instituto reconoce
desde su fundador, don Manuel Toussaint, continuado en el área del arte
virreinal por Francisco de la Maza, Elisa Vargaslugo y Jorge Alberto Manrique,
de quien Martha Fernández ha recibido enseñanza
y amistad.
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¿Qué hacer con una herencia de semejante linaje? La respuesta
de Martha Fernández ha sido cuidarla, honrarla y acrecentarla. De algún
modo esa tradición se reconoce hasta en su forma de polemizar, verbalmente
y por escrito, como lo hicieron sus maestros Edmundo O’Gorman y Jorge Alberto
Manrique. Recuerdo el debate que mantuvo hace más de veinte años
con Guillermo Tovar de Teresa sobre el fundamental Andrés de Concha; o
aquella temible reseña que publicara sobre una obra del historiador del
arte valenciano Joaquín Bérchez, quizá hace diez años;
y una más reciente sobre la intervención en algunos espacios fundamentales
de la catedral de México, como su altar mayor y también su sistema
de iluminación, el año pasado. En todas ellas la pasión
se unió al conocimiento y a la argumentación razonada, crítica
y honesta; superó el engañoso aspecto de fragilidad y dejó al
descubierto a una poderosa y aguda polemista.
No obstante, debo aclarar que no es mi pretensión ni mi estilo alabar
a la autora del libro, sino mostrar con estas breves líneas que nos encontramos
frente a la obra de una investigadora comprometida con el prestigio de su institución
y la tradición de sus maestros y, al mismo tiempo, con el presente y el
futuro de nuestro patrimonio. Creo que de esta manera el posible lector –porque
como digo siempre, la reseña de un libro es una invitación a la
lectura- entenderá mejor algunos afanes fundamentales de este trabajo
de Martha Fernández.
Una de estas claras intenciones del libro es superar el nominalismo
que tanto daño ha hecho a la historia del arte. El nombre del estilo, ya sea éste
manierismo o barroco, no resuelve el problema que encierra su uso y, por supuesto,
no explica las diferencias evidentes en las manifestaciones artísticas.
Una pregunta inevitable que surge en estos casos, es: cuando decimos manierismo, ¿a
cuál nos estamos refiriendo, al romano, al escurialense, al novohispano? ¿De
qué manera pueden usarse los mismos nombres para describir fenómenos
artísticos que al mismo tiempo tienen semejanzas y diferencias claras? ¿Cómo
explicar la historicidad de los estilos sin caer en la tentación de las
simplificaciones nacionalistas a ultranza? Alcanzar una explicación alejada
del nominalismo fue el camino elegido por la autora, quien recorrió unas
primeras huellas dejadas por el maestro Manrique hace casi cincuenta años,
sobre las que avanzó hasta superarlas.
De esta manera, Martha Fernández demuestra que el desarrollo del manierismo
en la arquitectura de la Nueva España, en sus dos momentos o periodos
que abarcan casi un siglo, tuvo a las catedrales como centro articulador de tradiciones
y novedades y, finalmente, de soluciones que contribuyeron a crear una “tradición
arquitectónica novohispana”. Como dice la autora, en la base de
esta tradición se encuentran los tratados de arquitectura de Vitrubio,
Serlio y las propuestas más clasicistas de Vignola, interpretados todos
por los arquitectos activos en la Ciudad de México con cánones
menos rígidos para establecer una vinculación de formas y repertorios
ornamentales que dieron como resultado una arquitectura que terminaría
caracterizando a la Nueva España.
La observación se sitúa en una línea de investigación
de gran importancia que se dedica a la relación de las autoridades de
la iglesia -arzobispo, obispo, cabildo catedral- con quienes construyeron y ornamentaron
sus catedrales. En ese marco aparece el arzobispo-virrey fray Payo Enríquez
de Rivera, a quien la autora ya le ha dedicado un estudio
especial, derivado de los primeros resultados publicados
en este libro.
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La tensión entre los productores y los clientes, que en un audaz
paralelismo puede compararse con la tensión existente entre el arte y
la realidad, debe ser tomada en cuenta para cualquier consideración sobre
las decisiones que en última instancia terminarán afectando el
resultado final, una identidad artística local cuyo origen común
con la arquitectura europea, según postula Martha Fernández, no
la convierte en su consecuencia. La autora postula como una de sus principales
hipótesis, y creo que la demuestra exitosamente, que los estilos arquitectónicos
desarrollados en la Ciudad de México desde mediados del
siglo XVI hasta mediados del XVII tienen un proceso paralelo
a la arquitectura europea a partir del uso de modelos comunes,
pero ni son una consecuencia ni un derivado de aquella.
Es posible que esta posición acerca de la temprana autonomía de
la producción arquitectónica novohispana y de sus arquitectos pudiera
conducirnos a muchas horas de discusión, especialmente si se tomaran en
consideración otras circunstancias que, según creo, participan
en el proceso de creación de lenguajes formales locales y regionales.
Pondría como ejemplo de este tipo de presiones extra-artísticas
a la existencia de una corte; a la decisión y el gusto del rey y sus funcionarios
y cortesanos; a las cambiantes modas imperantes en las cortes religiosas y políticas
o la combinación de ambas. El mejor ejemplo de este escenario puede ser
la propia Ciudad de México donde el virrey y el arzobispo se enfrentaron
en muchas oportunidades y en especial en el siglo XVII, exhibiendo –como
lo mostró Jonathan Israel hace muchos años- una profunda brecha
entre ambas jurisdicciones, una de cuyas expresiones fueron las construcciones
y, en especial, la catedral metropolitana. Y qué decir de la presencia
de las élites, cuya participación en las obras religiosas por medio
de donaciones de distintos tipos puede haber resultado perturbadora a la hora
de tomar decisiones. Pienso ahora en la poderosa marquesa de Peñalba,
y su imperiosa presencia por medio de donaciones y regalos para la ornamentación
de la catedral de México. Me pregunto: ¿fueron realmente los arquitectos
quienes tomaron las decisiones finales sobre el repertorio de espacios y formas,
como afirma Martha Fernández, o en algunas ocasiones –quizá muchas-
tuvieron estos arquitectos que aceptar los incipientes gustos de una elite en
formación?
La consecuencia de aceptar o probar esta participación es inquietante
porque resultaría entonces que la difusión de un estilo no sería
el resultado de las decisiones artísticas de un arquitecto sino de un
individuo o grupo o élites locales, decisiones promovidas –tal como
sucedió con las torres y las fachadas de la catedral de Morelia- por criterios
de economía de un cabildo con las arcas agotadas y de un arquitecto, don
Jerónimo de Balbás, que no acudió a cumplir con el compromiso
que había contraído en Valladolid. Dicen que en
historia el
hubiera no existe; pero a mí me gusta el ejercicio de la imaginación
y pienso en torno a cuál hubiera sido el desarrollo de la arquitectura
en Valladolid (hoy Morelia) si “las veleidades de don Jerónimo”,
como describió el deán del cabildo, no hubieran
acabado con la paciencia de sus clientes.
Si hablamos de Historia, otra consideración importante del libro es que
en ningún momento se pierde de vista el concepto de proceso, de desarrollo
en el tiempo. Todos los fenómenos artísticos que se analizan se
reconocen primero como parte de un tiempo durante el cual se va gestando el movimiento
artístico resultante. De esta manera, encadenada y lógica, la autora
conduce de la mano al lector de forma tal que, además de resultar un libro
para especialistas, puede ser comprendido y disfrutado por quienes tengan interés,
aunque no grandes conocimientos, sobre la arquitectura, su
historia, procesos y principios.
Ya he hablado de la actitud de honesta polemista de Martha
Fernández.
Un ejemplo claro lo brinda cuando enfrenta a prestigiados maestros y colegas
españoles que llaman a sus manifestaciones de mediados del siglo XVII
como protobarrocas y, en cambio, nuestra autora califica como “eclécticas”.
El eclecticismo es un concepto fundamental que impregna a los fenómenos
artísticos de mediados del siglo XVII, de manera especial a la pintura
y la arquitectura, pues poco podemos decir por el momento de la escultura. La
importancia de su aplicación a este estudio radica en que permite a la
autora dedicarse a desmenuzar cuidadosamente los elementos supervivientes de
antiguos estilos, a los que suma las adaptaciones más o menos libres de
las recetas de los tratados que hicieron los arquitectos que trabajaron en la
Nueva España en ese periodo. A estos ingredientes se le añade la
experiencia en la práctica de construir, que permitía a los maestros
saber qué era posible edificar en estos diversos suelos y con los materiales
disponibles y, finalmente, una selectividad formal y un gusto local por la ornamentación
que daba un resultado diferente.
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Al realizar este enorme esfuerzo necesario para
explicar la compleja red de relaciones, Martha Fernández prepara el camino que la conduce al
arquitecto Cristóbal de Medina, considerado él y su obra como el
laboratorio donde se prueban las hipótesis. Nueva España en particular,
y América en general, fueron un enorme laboratorio donde a fuerza de ensayo
y error los arquitectos aprendieron cuál era la resistencia del suelo,
qué pasaba con los temblores y cómo había que construir
para que los edificios soportaran los grandes movimientos y cuáles eran
los materiales locales que mejor se adaptaban a la construcción occidental.
Creo, en fin, que los tratados no podían ser tomados como dogmas ni los
arquitectos ser dogmáticos porque América era un territorio en
experimentación.
Medina Vargas, además, fue el maestro responsable de las portadas salomónicas
de la catedral de México. Pero también de la difusión del
salomonismo en el primer barroco novohispano, a partir de la importancia que
tomaron las formas de un modelo prestigioso, como la catedral, fenómeno
que vemos repetirse en Valladolid-Morelia en relación con el uso del tablero
y la guardamalleta en la catedral y su difusión en la
ciudad.
En el libro se plantea el problema de la columna salomónica, su historia
simbólica y su uso en el Templo de Salomón. Se reconstruye, además,
con una amplia investigación iconográfica: las distintas formas
de representación plástica que se dieron de este soporte. A tal
grado que, a partir del análisis de las pinturas donde -por lo menos desde
el siglo XV- se representan columnas salomónicas, se advierte que éstas
se relacionan con el espacio más sagrado del templo,
el sancta sanctorum,
donde se guardaba el Arca de la Alianza con las Tablas de
la Ley y donde transcurren los momentos más trascendentes de la historia cristiana. Cuando las columnas
salomónicas salen de ese entorno para entrar al profano y civil, se utilizan
con la finalidad de sacralizar el espacio y, por lo tanto, la presencia de quienes
allí se encuentran.
En estas historias artísticas entre España y Nueva España
que, como ya dije, Martha Fernández ve como paralelas y no dependientes,
se dedicó a buscar los primeros usos del soporte salomónico y concluyó que
en ambos espacios geográficos y culturales los ejemplos más tempranos
se encuentran en retablos: Santiago de Compostela en el caso peninsular y el
Altar de los Reyes de la catedral de Puebla, para la Nueva España. En
uno y otro sitio, las columnas salomónicas salen desde los retablos hacia
las fachadas, en un proceso similar al que siguió luego el estítipe.
No voy a hacer ahora un mal resumen de lo que está bien hecho y escrito.
Pretendo simplemente mostrar cómo operó mentalmente la autora,
para llegar a una cronología según la cual entre 1649 -cuando se
terminó el retablo del Altar de los Reyes de la catedral de Puebla- y
1672 -cuando se contrató el retablo dedicado a San Pedro en su capilla
de la Catedral de México-, ambos salomónicos, no hay registros
sobre obras que hubieran utilizado ese soporte. Sin embargo, después de
1672 se levantó una gran cantidad de importantes retablos que utilizaron
la columna salomónica; pero, según la autora, con estructura manierista.
En cuanto a su uso en la arquitectura, Martha Fernández, después
de un estudio tan riguroso, ordena una cronología donde demuestra que
entre 1678 y 1688 Cristóbal de Medina sacó las columnas salomónicas
a las fachadas y las incorporó de manera definitiva al lenguaje barroco
de la arquitectura de la Ciudad de México.
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No quiero concluir esta reseña del riquísimo trabajo de
Martha Fernández sin especificar que su análisis de la arquitectura
salomónica no se agota en el tipo de columna utilizada, y que ése
es otro de los méritos de este trabajo. Por el contrario, se dedica a
analizar cuidadosamente el sistema complejo de formas utilizado por los arquitectos
barrocos y, por supuesto, por Cristóbal de Medina, en la construcción
de arquitectura religiosa que es la parte de la obra a la que se dedica este
estudio. No obstante, la autora prometió (y sé que cumplirá con
creces) otro libro dedicado a la arquitectura civil, espacios domésticos
con los que la historia de la arquitectura en la Nueva España aún
tiene muchas deudas por saldar.
Este tipo de estudios nos dejan una rigurosa y muy bien fundamentada
cronología.
Permitirá, por medio del uso del método comparativo, que los estudios
regionales muestren su variedad y diversidad. Nos ayudará asimismo a entender
si las distintas regiones de México siguieron el mismo proceso que su
capital o si desarrollaron una cronología propia, como en el caso de Valladolid.
Si esto es así, la segunda edición del libro de Martha tendrá que
cambiar de título y será, entonces: Cristóbal de Medina
Vargas y la arquitectura salomónica en la ciudad de México durante
el siglo XVII.
* Este
texto fue leído en la presentación del
libro Cristóbal de Medina Vargas y la arquitectura
salomónica en la Nueva España durante el
siglo XVII de Martha Fernández, el 7 de febrero
de 2006 en el Museo de Arte Colonial de Morelia, Michoacán.
** La
doctora Nelly Sigaut es historiadora del arte e investigadora
del Centro de Estudios Históricos de El Colegio
de Michoacán.
Inserción en Imágenes: 29.03.06.
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