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Las posibilidades históricas del concepto de niño lector

Anel Pérez*
anel@servidor.unam.mx


Es un hecho: existe un universo que hemos denominado literatura infantil. Hoy circulamos “naturalmente” por este amplio terreno temático. Reconocemos a los teóricos y sus grandes juicios, advertimos cómodamente esa línea “coherente” de autores, ilustradores, editores, compiladores y títulos de la literatura infantil. Felicitamos a quienes reciben los premios en esta categoría literaria. Revistas o publicaciones sobre la literatura infantil cuentan con numerosos suscriptores interesados en atender las líneas de discusión relacionadas con el tema. Asistimos a ferias de literatura infantil y juvenil, conocemos las bibliotecas infantiles, incluso aplaudimos a las asociaciones y programas de fomento a la lectura. Es un hecho: existe un universo conocido que hoy vive por y para la literatura infantil.
           Lo que no es un hecho es la certeza de tal universo. Hoy no podemos seguir circulando por este terreno sin detenernos curiosos y dudar, volver a las preguntas fundamentales. ¿Cuáles son los hechos literarios de esta literatura infantil y cuáles sus prácticas de lectura? ¿Cuáles son las posibilidades para hablar de un niño lector como receptor de una literatura que se le ha destinado?


            Desde una perspectiva histórica, la literatura infantil tendría que presentarse como un problema, como una cuestión que implica una triple conceptualización que vale la pena replantearse. Primero, la posibilidad cultural de que la infancia exista. Segundo, que la literatura opere hacia un lector infantil cuya existencia supone. Y tercero, que esa literatura infantil tenga una historia que sea susceptible de reconstruir como objeto histórico. ¿Qué busca el historiador de la literatura infantil? ¿Cuáles son las preguntas que se le pueden formular a las publicaciones para niños?

Sin pretensiones de originalidad, en este texto se exploran algunas de estas preguntas ineludibles a partir de los procesos históricos vinculados con la aparición del lector infantil; es posible dividir este análisis en cuatro secciones para su desarrollo: 1) la inclusión del niño en la cultura infantil; 2) la construcción de relaciones entre la literatura infantil y el niño lector; 3) la construcción histórica de la literatura infantil y 4) el tránsito hacia una historia del niño lector.



1. La inclusión del niño en la cultura infantil
Por lo general, los estudios de la historia de la infancia encuentran en Philippe Ariès un cómodo punto de arranque. Es ya un tema de consenso que a partir de su libro El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen, (1) y de los estudios subsecuentes, los historiadores advierten que la infancia, lejos de ser una condición natural humana, es una invención y convención culturales. Según Ariès, en el siglo XVII nadie consideraba a los niños criaturas inocentes ni a la infancia una etapa que mereciera consideraciones especiales. Durante ese periodo, como parte de un proceso histórico-cultural de larga duración, se gestaron las condiciones para un cambio de actitud con respecto a la infancia; este proceso quedaría consolidado hasta el siglo XIX dentro del marco de la familia moderna.

Durante este largo proceso se han realizado esfuerzos, particularmente desde los proyectos de la educación ilustrada, por ubicar y definir el mundo de lo infantil. Ello implicó el reacomodo de una compleja red discursiva en torno a la infancia, especialmente desde la pedagogía, así como una revaloración material y espacial de lo infantil, es decir, de los objetos y de los “lugares” de los niños. Progresivamente se fue conformando una significación del concepto de niñez en “el otro”, en la mente de los adultos, que le atribuyó ciertos valores a este grupo social.



           Desde la Ilustración y hasta las pedagogías del siglo XX la niñez fue revestida con distintas caracterizaciones, algunas de ellas definitivas. Ese niño testarudo y rudo, difícil de domar, que predomina en el siglo XVIII, poco tuvo que ver con los estados de inocencia e ingenua frescura que fueron otorgándoseles como propios de la infancia (2) por el romanticismo decimonónico o las “simpáticas” ocurrencias o travesuras del niño del siglo XX. Fue a partir del Emilio de Rousseau hasta las tesis psicoanalíticas de Freud que la infancia asumió un poderosísimo lugar: el fundamento, el cimiento, la etapa formativa que precede al resto de la vida individual y de la propia sociedad. “La niñez [constituye la]  semilla de la humanidad; [es] el emisor en el que se expresan de manera anticipada las emociones, pensamientos, actividades y sufrimientos de la vida más madura; y [resulta] el vínculo con la esperanza más alta del género humano frente a la idea de los deberes y derechos comunes a toda la humanidad: la dignidad y el valor de la persona.”(3)

           Simultáneamente a la construcción social, cultural e histórica de la infancia, se perfiló un proyecto educativo que en realidad monopolizó el discurso del universo infantil. La niñez emergió como una etapa del proceso civilizatorio y entonces se hizo viable exigir moralmente, pero sobre todo ideológicamente, ciertos elementos y actitudes a los niños, en su calidad de protociudadanos. Sobre la ya construida idea de la infancia se edificó una segunda creación: la del niño alumno. Casi por enunciación –todavía hoy en la mayoría de sus acepciones– el niño es un educando.


           Ahora bien, esta conformación de la cultura infantil se ocupó también de la comprometida tarea de fundar una literatura que le fuera propia. Esto es, no sólo se proyectaron la práctica alfabetizadora y sus instituciones educativas sino que se planteó la posibilidad de afinar un discurso literario apropiado para los niños: lo que los infantes debían leer o lo que los niños gustaban de leer. Es decir, además de la certeza de crear y propiciar en la instrucción escolar el “beneficio” de la lectura en los niños, se aseguraba, durante el proceso literario, el suministro de las lecturas que les fueran propias a su condición de infantes. Así, dentro del marco de la cultura escrita, la escuela se asimiló como el taller de confección de buenos ciudadanos civilizados a través de ciertos útiles instrumentos como el libro, la biblioteca y el discurso literario infantil. (Cabe señalar que no sólo nos referimos a la alta educación, sino también a las llamadas escuelas proletarias donde el libro funcionó aún más como un transmisor importante del discurso educativo.) Pero el hogar moderno también formó parte de otro taller de confección: surgió la idea de una práctica familiar de lectura, el estante donde se colocan los libros infantiles, conformando al mismo tiempo un idílico momento amoroso alrededor del libro.

2. La construcción de relaciones entre la literatura infantil y
el niño lector

Es difícil identificar la puesta en marcha del proceso inventivo de los niños lectores y de sus libros pero sí podemos identificar que el niño lector fue dibujándose como un claro retrato de un tipo cultural particular, comprendido no sólo por su edad y su condición social, sino por su condición lectora.
           Como todos sabemos, la denominada literatura infantil no comenzó con la producción de libros para niños, sino con la adecuación de la narrativa oral al entendimiento de los niños. Forzadas a cumplir con las expectativas de los patrones del discurso narrativo y fantasioso de la niñez, las viejas historias europeas de pronto cruzaron la antigua terracería rural para llegar hasta los elegantes y refinados pisos de la corte francesa. Así, por ejemplo, Caperucita Roja debió salirse inmediatamente de la cama con el lobo, quien dejó de desearla para nada más quererla comer. (4) Nunca más el lobo pidió a Caperucita que se desvistiera ni de ningún modo volvieron a comer guisado de abuelita. En esta transformación-adaptación de los relatos, la niña que se topaba en el bosque con un lobo no desobedecía ningún código moral; mientras que la Caperucita del siglo XVIII era una desobediente que había transgredido la regla. Charles Perrault se dio a la tarea de incluir moralejas (5) a las antiguas historias de hadas, ahora llevadas a cánones de la cultura escrita, con la intención de instruir sobre los peligros de la desobediencia y la indisciplina, destinando su literatura a un lector tipo, un lector joven que, a través de la literatura, también –o primordialmente– se instruyese sobre condicionamientos y convenciones morales de la época.
 

           Durante el siglo XVIII descubrimos un importante preámbulo de lo que en el siglo XIX sería “el siglo de los niños”, en referencia con la reconocida posición cultural que ocupó desde entonces la infancia y su posibilidad lectora, como lo constata la publicación de páginas y páginas de una literatura escrita, ilustrada y editada especialmente para niños. A la cabeza, Los cuentos para niños y para el hogar de los hermanos Grimm, (6) seguida de una larguísima fila de obras para niños como los cuentos de Hans Christian Andersen, los de Oscar Wilde, los cuentos del colombiano Rafael Pombo, Alicia de Lewis Carroll, Peter Pan, Moby Dick, Las aventuras de Tom Sawyer, Mujercitas, Heidi, El Mago de Oz, Pinocho, Peter Rabbit, Babar el elefantito, por mencionar sólo algunos de los títulos que llegaron a los estantes de lo que hoy reconocemos como los “grandes clásicos” de la literatura infantil, una lengua materna común a una infancia de posibles lectores.
           La gradual conformación de la literatura infantil fue construyéndose en función de paradigmas de niño receptor y del propio modelo que el autor concibió en su dialogo con los infantes y los lectores. Surgen el niño alumno de los proyectos pedagógicos, el niño lector frágil y delicado del siglo XIX, el niño fuerte y resistente del periodo de entreguerras del XX, el niño que juega (7) de finales del siglo XX o hasta el niño posmoderno que construye a partir de ilustraciones exigentes y desafiantes. Las intenciones de la literatura infantil han variado y en algunos casos han persistido: la de educar en un momento histórico, la de salvaguardar la inocencia en otra etapa, pero también la de entretener, divertir o hasta cuestionar y controvertir.


3. La construcción histórica de la literatura infantil
Los estudios sobre la literatura infantil han perfilado desde muy diversas aproximaciones una construcción histórica de la literatura infantil.
           Por su parte, la historia desde la literatura se ha interesado en el texto, las corrientes, los usos y los géneros literarios con respecto a lo infantil. Con base en los cánones literarios, analiza las figuras y las formas literarias mientras busca la aparición, desaparición, transformación y creación de personajes literarios. Esta aproximación literaria ha puesto en la mesa la fértil discusión teórica por la definición de la literatura infantil, (8) así como también se ha ocupado en delinear los contenidos que amplían o reducen la temática de la literatura infantil, las transformaciones de lo fantástico, de lo temible, de lo deseable.
           Las aproximaciones desde la historia del libro, como los bordes del texto, han partido de interesantes discusiones de la obra contenida en el límite del objeto-libro. La historia social del libro infantil nos ha permitido aproximarnos a las conductas familiares en torno al valor patrimonial otorgado a las publicaciones pero también a los códigos de los libros permitidos y prohibidos. En esa misma línea también ha incluido una historia de las posibilidades de la producción, mercado, circulación y apropiación del libro, revelando lo que ocurre con este artefacto cultural.

           Sin duda, una gran parte de los estudios de la literatura infantil provienen de los ojos de educadores, precisamente como producto de la propia invención del niño alumno. Desde esa perspectiva buscan en la historia de la literatura los efectos, alcances y teorías pedagógicas, así como la utilidad de la literatura para la educación integral. Muy de cerca, las aproximaciones desde la teoría psicoanalítica examinan los efectos y necesidades psicológicas de la literatura infantil. Los trabajos de Bruno Bettelheim o Clarissa Pinkola profundizan particularmente en el cuento de hadas, a partir de su función liberadora y formativa, así como de apoyo moral y emocional.
           Muchos otros estudios han partido del modo como la ideología, casi secretamente y de contrabando, seduce desde una imposición de poder religioso, político o civil y se dirige a los niños a través de un libro-títere que no es sino un instrumento de institución dentro de la intimidad del espacio lector. Las investigaciones sobre el poder de los impresores, editores, autores y de cómo las ideologías se desbordan a cada página indiscretas o exorbitantes, es uno de los aspectos que más ha interesado en los estudios de la literatura infantil.


4. Tránsito hacia una historia del niño lector
Tal vez resulte evidente, pero podemos decir que de las aproximaciones anteriores, ninguna se ha dirigido concretamente a responder las preguntas planteadas en la introducción de este trabajo. ¿Qué es un niño lector y en qué marco de posibilidades se puede construir su historia? ¿Por qué hoy nos interesa hacer la historia de la literatura infantil?
           Contra ciertos sobreentendidos imprudentes habrá que aceptar que no hay una metodología propia del historiador de la literatura infantil y que es imprescindible acomodarla en una habitación propia. Quizá habrá que tomar mayor distancia de los historiadores de la infancia, de la historia de la educación y de las posibilidades educativas del libro, así como de los historiadores de la literatura. Quizá lo anterior sea posible para poner en el centro de la discusión las posibilidades históricas-culturales del niño lector. Acercarnos y volver a la arqueología básica, excavar en los espacios donde se colocan los libros para encontrar al lector, analizar con microscopio su situación particular en sus escenarios, en sus posibilidades culturales de existencia. Aproximarnos históricamente a lo que pueda darnos indicios sobre la naturaleza y la culturalidad de su experiencia: dónde han leído los niños, con quién han leído, para qué han leído, cómo construyen lo que ven en las ilustraciones y lo que leen en el texto, cómo construyen lo que escuchan de una voz que lee y de lo que miran... Pero también en su vertiente negativa: cómo no leen, dónde y cómo no han leído, lo que no han encontrado en sus libros.
           La idea del lector infantil se problematizó como cuestión histórica hace apenas unas décadas. Paul Hazard (9) en un inicio, luego Peter Burke desde la historia cultural, Roger Chartier desde la historia de la lectura y los lectores y Robert Darnton desde la construcción cultural de la narrativa, propusieron estudiar la lectura como una actividad de vida. “Lectura y vida corren paralelas: leer y vivir, crear textos, dar sentido a la vida.” (10) Sus propuestas consisten en desarrollar una historia y una teoría de las preguntas y las respuestas del lector. Posible, pero no fácil. Es importante, pues, excavar dónde la lectura ha implicado una función vital. Hay que indagar, sin discursos prefabricados, a los elementos cognitivos y afectivos de los niños y sus lecturas. Más allá de los registros de bibliotecas, de los perfiles de suscriptores, actas editoriales y producciones bibliográficas, habrá que llegar a lo que los niños han buscado en los libros.
           Resultaría valioso hacer presentes las ausencias en la historia de la literatura infantil. Por una parte, la innegable función del mediador a lo largo de la historia de la lectura infantil, la función de alguien que lee para los niños o bien, que lo provee de lecturas. En este sentido, existe un valioso terreno a explorar que parte de la mediación en la lectura infantil. Fuera de los programas políticos o educativos, existe una figura cercana al niño que lee. La especificidad de la oralidad de la literatura infantil y la narrativa han rodeado a los niños mucho antes de que éstos sepan leer, a partir de una voz que cuenta y que canta. En este sentido el libro es secundario, es un apuntador de lo que debía ser dicho. ¿Quién ha sido esa voz, por qué siempre ha estado allí?


           Otra ausencia es la particularidad de las ilustraciones en su calidad narrativa y estética paralela a la textual. Casi desde un inicio, las versiones infantiles de la literatura se han publicado con los esfuerzos, los goces y los discursos independientes de los ilustradores que en la mayoría de los casos se han estudiado de modo fragmentado y lejano a su función integrada al cuerpo textual. No se trata de hacer un recuento de la gráfica destinada a ilustrar textos infantiles, sino de la intertextualidad de la imagen y lo escrito, de las posibilidades discursivas y estéticas de las ilustraciones a los ojos de alguien que mira desde su infantil y particular “punto de vista”. La apreciación y experiencia estética del niño, así como su recepción de imágenes, es un terreno muy poco estudiado por la historia de la literatura infantil. Desde la historia del arte, también son muy limitados los estudios de la representación del niño lector en diversos lenguajes plásticos, principalmente en la fotografía y la pintura.
           Finalmente, resulta elemental reconocer que la construcción histórica del niño lector responde no a una búsqueda genealógica de la construcción de la infancia; tampoco a la construcción de su literatura, sino a una realidad importante que nos mira desde el espejo, desde un bullicioso hervor que hoy busca construir un eterno infantil.

Bibliografía
           Ariès, Philippe, El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen, Taurus, Madrid, 1987.
           Bettelheim, Bruno, Psicoanálisis de los cuentos de hadas, Crítica, Barcelona, 1976.
           Boland, Elisa, “Algunas palabras bastan, niña, abuela, bosque, flores, lobo y… ¡Caperucita por siempre!”, Imaginaria, núm. 177, Buenos Aires, 29 de marzo de 2006.
           Bravo Villasante, Carmen, Ensayos sobre literatura infantil, Universidad de Murcia, 1989.
           Burke, Peter, Formas de hacer historia, Madrid, Alianza, 1993.
           Darnton, Robert, El coloquio de los lectores, Fondo de Cultura Económica, México 2003.
           Darnton, Robert, La gran matanza de gatos y otros episodios de la historia de la cultura francesa, Fondo de Cultura Económica, México, 1987.
           Hazard, Paul, Los libros, los niños y los hombres, Juventud, Barcelona, 1950.
           Higonnet, Anne, Pictures of Innocence. The History and crisis of ideal childhood, Thames and Hudson, London, 1998.
           López Tamés, Román, Introducción a la literatura infantil, Universidad de Murcia, 1990.
           Monsiváis, Carlos, Quietecito por favor, México, Condumex, 2006.
           Montes, Graciela, El corral de la infancia, Fondo de Cultura Económica, México, 2001.
           Pinkola Estés, Clarissa (prólogo), Cuentos de los hermanos Grimm, Ediciones B, Barcelona, 1999.
           Pinkola Estés, Clarissa, Mujeres que corren con los lobos, Punto de lectura, España, 2003.
           Rodari, Gianni, “La imaginación en la literatura infantil”, Perspectiva Escolar, núm. 43, Asociació de Mestres Rosa Sensat, Barcelona.
           Rodari, Gianni, Gramática de la fantasía, Panamericana, Santa Fé de Bogotá, 1999.
           Soriano, Marc, La literatura para niños y jóvenes, Colihue, Argentina, 1995.


1. Philippe Ariès, El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen, Madrid, Taurus, 1987, pp. 86-95.
2. Para una inteligente descripción de la representación de la niñez en la cultura visual, consultar Anne Higonnet, Pictures of Innocence. The History and crisis of ideal childhood, Thames and Hudson, London, 1998.
3. Antonio Saborit (prólogo), en Carlos Monsiváis, Quitecito por favor, México, Condumex, 2006.
4. Elisa Boland, “Algunas palabras bastan”, Imaginaria, núm. 177, Buenos Aires, marzo de 2006. La autora profundiza en los modos de leer la Caperucita Roja basándose en el texto de Valentina Pisanty, Cómo se lee un cuento popular (Paidós, Barcelona, 1995) y extendiéndose hacia la Argentina contemporánea.
5. La primera publicación de Charles Perrault, Historias o cuentos de antaño, data de 1697. Apareció en París como un conjunto de tres obras en verso (Griseldis, Piel de asno y Los deseos ridículos) y ocho obras en prosa (Caperucita Roja, La bella durmiente, Barba Azul, El gato con botas, Las hadas, Cenicienta, Riquete el del copete y Pulgarcito), todas con moralejas, según observa Marc Soriano en la Guía de la literatura infantil y juvenil, Buenos Aires, Colihue, 1995.
6. La primera publicación registrada es la de 1812.
7. Gianni Rodari nombra de esa manera a los diversos niños a quienes se destina la literatura infantil en el artículo “La imaginación en la literatura infantil”, Perspectiva Escolar,núm. 43, Asociació de Mestres Rosa Sensat, Barcelona.
8. Carmen Bravo-Villasante presenta la serie “Ensayos sobre literatura infantil” editados por la Universidad de Murcia, donde discute ampliamente el tema. La misma discusión presenta Michel Tournier en “¿Existe una literatura infantil?” (El Correo de la UNESCO, París, UNESCO, junio de 1982) o Marc Soriano, entre muchos otros autores que abordan el tema.
9. Paul Hazard, Los libros, los niños y los hombres, Juventud, Barcelona. La versión en castellano es de 1950.
10. Robert Darnton, “Historia de la lectura”, en Peter Burke, Formas de hacer historia, Alianza, Madrid, 1993, pp. 179-180.


* Anel Pérez es miembro del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM.

Inserción en Imágenes: 07.05.09
Foto de portal: de la portada de la película Oliver Twist de Roman Polansky.
 


   
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