Una visita al convento de Santa Catalina de Arequipa
Martha Fernández*
marfer@servidor.unam.mx
Los conventos de monjas en la América virreinal
Para
quienes nos hemos ocupado de estudiar la historia y el arte
de la América virreinal, uno de los temas que nos resultan
más interesantes es el que se refiere a las soluciones
arquitectónicas de los conventos de monjas. Tanto en
la Nueva España como en el Virreinato del Perú,
esos edificios adquirieron un sello propio y, en varios aspectos
muy peculiar. Fue un reflejo, sin duda, del tipo de vida que
se desarrollaba dentro de ellos. (1)
Así,
por ejemplo, durante la mayor parte del periodo virreinal,
la iglesia de esos conjuntos conventuales fue de una sola nave,
con dos portadas gemelas hacia la calle, coro bajo y coro alto
a los pies y el presbiterio elevado. De todo ello, lo que más
ha llamado la atención de los especialistas son las
portadas gemelas, utilizadas también en algunos conventos
de España. De acuerdo con Antonio Bonet Correa, esta
solución fue creada por las clarisas y las concepcionistas
franciscanas y se conservan ejemplos importantes en Andalucía,
aunque el mismo investigador reconoce que en México “forman
toda una serie coherente”, sin menospreciar los ejemplos
que existen en Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y Filipinas.
(2)
En efecto, en Nueva España se construyeron de manera
sistemática iglesias con portadas gemelas para los conventos
de monjas desde principios del siglo XVII hasta la primera
mitad del siglo XVIII. Conservamos numerosos ejemplos como
el de Santa Clara de la Ciudad de México (hoy Biblioteca
del Congreso de la Unión), el de Santa Rosa de Viterbo
de Querétaro, el de Santa Mónica de Guadalajara,
entre muchos otros.
También fueron características importantes y
peculiares de los conventos de monjas las celdas-casa habitación.
Como es sabido, tanto las disposiciones oficiales como las Reglas de
las órdenes religiosas, obligaban a las monjas a vivir
en la clausura y llevar una vida comunitaria; de esta manera
se dispusieron claustros con celdas, dormitorios y
espacios de convivencia como el refectorio y las huertas, además
de las enfermerías, la cocina, etcétera. Sin
embargo, las monjas que provenían de familias aristocráticas
o simplemente adineradas, buscaron la forma de vivir con más
comodidades, atenciones y privacidad, por lo que las autoridades
eclesiásticas les autorizaron la construcción
de celdas independientes, razón por la cual se tuvieron
que urbanizar los espacios interiores de los conventos y, en
algunos casos, fue necesario establecer una nomenclatura para
las calles con el objeto de poder ubicar los recintos de las
monjas. Así, por ejemplo, en 1662 el arquitecto Antonio
Rodríguez Camacho contrató la construcción
de una celda para las tres hijas de Antonio Monroy Figueroa,
regidor de la ciudad de Querétaro, cuyo terreno estaba
en la calle de Egipto del convento de Santa Clara. Sus soluciones
arquitectónicas, espaciales y decorativas variaban de
acuerdo con el nivel económico y social de las monjas,
la zona geográfica donde se ubicaba el convento, el
número de mujeres que habitarían las celdas,
así como el de mozas que las asistirían, etcétera.
La
celda del convento de Santa Clara de Querétaro que cité,
constaría de habitación para la monja, trascelda,
balcón, cocina con fogón, chimenea y alacena,
dos tinajas con sus alcobillas y patio; sus cimientos serían
de calicanto, sus paredes de adobe, sus techos de viguería
y las puertas y ventanas, de cedro. (3) En
cambio, la celda que contrató el arquitecto Cristóbal
de Medina Vargas en el convento de San Bernardo de la Ciudad
de México,
para la señora doña Juana de la Rocha en 1692,
estaría distribuida en dos plantas: en el primer nivel
se levantarían dos cuartos, seguramente para mozas,
una despensa y la tinajera para guardar el agua. En el piso
alto se encontrarían la sala y la recámara, su “cocinita” con
fogón y chimenea y una azotehuela donde estaría
el corral para las gallinas. Su escalera sería de dos
tramos y estaría cubierta por medio de una bóveda.
(4)
Otras
celdas tenían algunos lujos adicionales. Por ejemplo,
la cocina tendría, además del fogón y
la chimenea, una despensa con llave; el corredor estaría
sostenido por “un pilar en el medio, así en lo
alto como en lo bajo” y luciría un antepecho formado
a base de arquillos de ladrillo; su tinajera estaría “guarnecida
con sus balaustres de cedro”, y en una de las habitaciones
de la planta baja se instalaría “un cuarto de
baño”. Estas especificaciones se encuentran en
la memoria de obras que presentó el mismo arquitecto
Medina Vargas para levantar otra celda en el convento de San
Bernardo, costeada por el capitán Pedro de Ledesma,
también en 1692. (5)
Cabe
imaginar, como lo sugiere Josefina Muriel, la celda que compró sor
Juana Inés de la Cruz en el convento de San Jerónimo.
De entrada, se piensa que debió ser de dimensiones considerables
pues ella tenía “una biblioteca con más
de cinco mil volúmenes, aparatos científicos
e instrumentos musicales, cómodas y estantes para guardar
las preseas ganadas en concursos literarios y los regalos de
sus amigos virreyes e intelectuales”. (6)
Pero
la construcción de celdas independientes no era la única
manera de vivir en una casa dentro del convento. También
ocurrió que casas que colindaban con los conventos se
anexaban a ellos cuando las dueñas ingresaban en él.
Cerraban las puertas y las ventanas que daban a la calle y
abrían comunicaciones con los edificios monacales; es
decir, que esas monjas vivían literalmente en su propia
casa. Así ocurrió en el convento de la Encarnación
de la capital de la Nueva España, al que se agregaron,
en calidad de celdas, “dos casas situadas en la calle
de la Perpetua, (7) frente
al edificio de la Inquisición,
(8) y otra en la esquina de la Encarnación (9) y Santa
Catalina”. (10) Lo mismo ocurrió en el convento
de San Bernardo, al cual se anexó una casa ubicada en
la calle de don Juan Manuel. (11)
Desgraciadamente,
en México no se conserva ningún convento de monjas
con sus calles, sus casas adosadas y sus casitas-celdas. Por
ello, para quienes estamos interesados en los espacios arquitectónicos
de la época virreinal, es de capital importancia el
convento dominico de Santa Catalina que se encuentra en la
ciudad de Arequipa, en la zona andina del Perú.
El convento de Santa Catalina de Arequipa
El convento arequipeño fue el monasterio de monjas más
antiguo de la ciudad. Fue fundado el 10 de septiembre de 1579
gracias a las autorizaciones del virrey Francisco de Toledo
y del Obispo de Cuzco, Sebastián de Lartaún.
La fundadora fue María de Guzmán, viuda arequipeña
de tan solo treinta años, quien fue nombrada “primera
pobladora y priora de dicho monasterio”. (12) Sor María
profesó el 2 de octubre de 1580 y al día siguiente
tomó el velo negro; su juramento refleja el espíritu
con el cual fundó el convento pues además de
los votos de “obediencia, pobreza, castidad y clausura
perpetua”, prometió que se regiría según
la regla de San Agustín y las Constituciones de
Santo Domingo.
El primer arquitecto que trabajó en la construcción
del monasterio fue el alarife español Gaspar Báez,
quien construyó la iglesia y llevó a cabo adaptaciones
y otras construcciones para el conjunto, que no sería
aún el que conocemos hoy en día.
Arequipa
es una ciudad altamente sísmica por lo que el material
más utilizado en las construcciones ha sido, desde finales
del siglo XVI, el sillar: piedra volcánica
porosa, liviana y generalmente blanca, con la que no solamente
se edificaban muros y portadas, sino también bóvedas
y torres; fue el material dominante en el monasterio de Santa
Catalina desde que se inició su fábrica.
Entre
1660 y 1673 el obispo Juan de Almoguera edificó el templo
que ahora conocemos, el coro, dos dormitorios, la portería
y la muralla exterior. Por esa época se fijaron las
dimensiones del convento que hasta ahora se conservan, excepto
por el costado norte, que corresponde a la calle de Zela, abierta
sobre parte de la huerta, expropiada en 1944. Desde luego,
no debemos desestimar las reconstrucciones y arreglos a los
que se ha visto sometido el conjunto, a lo largo de su historia,
debido a los constantes terremotos como el ocurrido en 1784,
sobre el cual se documentó que la iglesia y los coros
alto y bajo “necesitaban prolija compostura por haberse
rajado demasiadamente” y el noviciado estaba “sólo
para botarse”.
En
vista de los colores que actualmente tienen las diferentes
dependencias y celdas del conjunto conventual, que van del
azul añil al naranja y al ocre intenso, es importante
señalar que, de acuerdo con los autores del libro Santa
Catalina. El monasterio de Arequipa, en esa ciudad, “salvo
excepciones, como la fachada de la catedral neoclásica,
el sillar lucía generalmente pintado con tierras naturales.
Los colores predominantes eran el azul añil, el ocre
rojo y el amarillo de diferentes tonos y, a veces, el gris
y el verde”. La idea de pintar el sillar –dicen
los autores– no sólo tenía por objeto protegerlo,
sino también resaltar “los relieves de las tallas,
cornisas, gárgolas y otros elementos arquitectónicos
que iban en blanco”. Actualmente, muchos edificios arequipeños
lucen el sillar de color natural o pintado de blanco pero ello
se debe a una disposición municipal de 1970, misma que
evidentemente no se ha aplicado en el convento.
Una visita al monasterio de Santa Catalina
de Arequipa
La iglesia
Tiene planta de una
sola nave con dos portadas gemelas hacia la calle. En el
siglo XVII fueron talladas pero algún
terremoto las derrumbó y ahora son vanos sencillos
de medio punto enmarcados solamente por pilastras con capitel
de orden toscano. En el interior, la iglesia tiene bóveda
de cañón con arcos fajones que señalan
cada uno de sus siete tramos y minimizan el empuje de la
bóveda. En su origen, la cubierta tenía relieves
con las imágenes de la Virgen del Rosario, San José,
Santo Domingo, San Francisco de Asís, San Francisco
de Paula, Santa Catalina y Santa Rosa de Lima. En
el siglo XVII tuvo seis retablos dorados. El mayor cubría
con sus tres cuerpos todo el muro del ábside. Entre
otras imágenes, tenía una de la Virgen del
Rosario que procedía de Quito. Los retablos de cemento
que actualmente tiene adosados a los muros son de fines del
siglo XIX. El sagrario es de plata labrada sobre armazón
de madera, realizada por el platero arequipeño Luis
Linares a principios de aquella centuria. El frontal también
es del siglo XIX y es igualmente de plata labrada. Como
fue común en los conventos de monjas de la América
virreinal, el convento de Santa Catalina tiene dos coros: alto
y bajo. Estos sitios eran (y son) fundamentales en la vida
comunitaria; en ellos las monjas se reunían no solamente
para asistir a los oficios religiosos y a cantar las alabanzas
a Dios, sino que también se llevaban a cabo ceremonias
importantes como la toma de hábito, profesión
y honras fúnebres; se elegía a la priora y se
convocaba al Consejo. En el coro alto se conserva un órgano
europeo del siglo XIX y en el bajo la sillería virreinal.
El conjunto conventual
El conjunto conventual que se permite visitar consta de cuatro
claustros: el patio del Silencio, el claustro de Novicias,
el de los Naranjos y el Mayor. Después se desarrolla
una ciudadela que tiene seis calles y una plaza; las calles
tienen nombres de ciudades españolas: Málaga,
Córdoba, Toledo, Sevilla, Burgos y Granada. La plaza
lleva el nombre árabe de Zocodóver.
Los
claustros son de una sola planta y están constituidos
por arcos de medio punto soportados por pilares de sección
cuadrada con las esquinas achaflanadas. Todos están
pintados, excepto el de novicias que luce el sillar aparente
y todos se encuentran cubiertos por medio de bóvedas
de arista.
El
ingreso desde la calle se realiza a través de una portada
que tiene un arco ligeramente rebajado y está rematado
por un frontón circular, al centro del cual se abre
un nicho con la imagen de Santa Catalina de Siena. Tras ella
se abre un patio que daba acceso a los locutorios, esto es,
el sitio donde las monjas podían reunirse con sus visitantes,
claro que no de manera directa sino separadas por medio de
una reja y acompañadas siempre por otra religiosa que
cumplía el papel de “escucha”. Se encuentran
los dos locutorios que tuvo el convento: el general, y el de
la priora y las madres del Consejo, que era privado. En ambos
aparece un torno por donde las monjas podían entregar
y recibir regalos sin tener que acercarse a las personas que
se encontraban “en el mundo”.
Cerca de allí se localiza la “sala
de labor”, sitio donde las monjas realizaban
manualidades y recibían visitas de
personas importantes, por ejemplo, las autoridades
eclesiásticas. En la sala se conservan
algunos paños bordados y se exhibe
una Última cena del siglo
XVIII constituida por esculturas realizadas
en “madera, maguey, tela encolada y
pasta de yeso”.
A través
de un arco que tiene grabada la palabra Silencio, se ingresa al patio
que lleva ese nombre, el cual conduce a un pasillo cubierto con bóveda
de ladrillo, en cuyos muros se encuentran pinturas al óleo de medio punto
que representan a la Virgen del Rosario con insignias de la Letanía Lauretana,
las cuales rodean el claustro de Novicias. Las celdas de las mujeres que apenas
iniciaban la vida monacal eran habitaciones personales; en ellas había
una tarima para dormir, cómodas, arcones, un nicho para albergar alguna
imagen sagrada y un reclinatorio; los muros se adornaban con crucifijos y pinturas
devocionales. En ese claustro existe una capilla sencilla, cubierta sólo
por una bóveda de cañón con un retablo adosado al muro,
con la imagen de Nuestra Señora de las Angustias del siglo XVIII.
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Para
ingresar al claustro de los Naranjos es necesario regresar
al patio del Silencio. De éste se accede a otro corredor
en cuarto de círculo que remata con un arco inclinado,
bilobulado. El friso de ese claustro tiene relieves en yeso
con los monogramas de Cristo y de la Virgen, así como
cruces de Calatrava; en tanto que las enjutas de sus bóvedas
poseen pinturas murales con canastos de flores, frutas y
aves. De los muros cuelgan lienzos de medio punto con la
serie Alma y amor divino, pintura emblemática
del siglo XVIII que simboliza el camino a la perfección
espiritual.
En ese claustro comienzan las celdas-casas habitación, construidas alrededor
del patio. Éstas constan de sala-dormitorio para la monja, a veces con
armarios abiertos en los muros; cocina con alacena, fogón y horno de pan;
un pequeño patiecito y escaleras para subir a un cuarto superior destinado
para las mozas. Por ser una ciudad asolada continuamente por sismos, la tarima
para dormir se ubicaba siempre bajo un arco de medio punto. Horadados en los
muros también se abren nichos para las imágenes devocionales, muchos
de los cuales conservan su pintura mural.
En
el patio de los Naranjos se encuentra la sala De Profundis,
o de meditación, que en la actualidad se utiliza como velatorio.
En sus muros se exhiben trece retratos de “monjas coronadas”,
fallecidas entre los siglos XVII y XIX.
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La ciudadela
Del patio de los Naranjos se desemboca a dos calles: la
de Málaga y la de Córdoba. La primera es
corta y ancha; en ella se localizan dos celdas: la de
Dolores Llamosas y la de María González.
Ambas abren hacia el frente la puerta y una ventana; la
de la madre Llamosas luce en el friso de ambos vanos relieves
con decoración de flores. La habitación
que hacía las veces de sala y dormitorio es amplia;
en uno de sus muros se abre un nicho que tiene pintado,
bajo dosel, un Sagrado Corazón de María
atravesado por una espada y rodeado de flores. Al fondo
de la casa-celda se encuentra la cocina.
Frente
a esas dos celdas se hallaba la enfermería, hoy convertida
en una sala de exposiciones que lleva el nombre de Zurbarán,
en recuerdo, desde luego, del pintor español del siglo
XVII, Francisco de Zurbarán, a quien se atribuye un
arcángel que ahí se exhibe.
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La
calle de Córdoba es la única que se encuentra pintada
de blanco y de sus muros penden macetas con flores. Todo ello para hacer
honor al nombre de aquella ciudad andaluza. De ella se desemboca a la
calle de Toledo; la plaza que se forma en el encuentro de ambas es realmente
espectacular, pues justo en ese punto se localizan las celdas que se
consideran las más antiguas de toda la ciudadela de las monjas:
son celdas de una habitación pero todavía techadas a dos
aguas con esteras y cubiertas con tejas.
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La calle de Toledo es la más larga de todo el conjunto,
llega hasta el límite norte del convento, donde se encuentran
el cementerio y el lavadero. A ella desembocan dos calles: una, sin
nombre, donde se localiza la bañera, y la calle de Sevilla.
La bañera de las monjas es una amplia habitación abovedada
con una piscina en la que las monjas se bañaban siempre cubiertas
y de espaldas unas a otras. Se conservan dos pequeñas mamparas
de madera, donde seguramente se cambiaban el hábito por la
ropa de baño.
La calle de Sevilla es de las más hermosas de la ciudadela.
Es una pendiente por lo que asciende entre arcos –que producen
marcados contrastes de luz y sombra– hasta lo que fue la capilla
de ese conjunto, de manera que el remate de la calle es la portada
de la iglesia con su espadaña.
La calle de Toledo, por su extensión, tiene el mayor número
de celdas de todo el conjunto. Son variadas en sus dimensiones y
características; una de ellas, la de Dominga Somocursio, es
quizá de las más amplias. Tiene un patio al frente,
una antesala, una sala-dormitorio de muy buenas dimensiones, en la
que se abre un nicho con pintura mural. Un pequeño pasillo
conduce a otra pequeña habitación y a otro patio al
fondo donde se encuentra la cocina con dos hornos de pan.
Como
esta calle colindaba con el antiguo cementerio, más o menos
a medio recorrido sobre el costado poniente, se encuentra una cruz
que las monjas tenían obligación de tocar en señal
de ruego a Dios por el alma de las monjas muertas. Al final de la calle,
se encuentra la portada de ingreso al camposanto que estuvo en uso
de 1867 hasta los años treinta del siglo pasado. Durante la época
virreinal se enterraban en la iglesia y en el coro bajo, tal como fue
la costumbre en la Nueva España. La portada consiste en un arco
de medio punto rematado por un sillar labrado con los monogramas
de la Virgen y de Cristo, sobre el que descansa una cruz.
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Frente a esta portada se encuentra el lavadero compuesto
por veinte medias tinajas o chombas adosadas
a un murete sobre el cual corre un canal de agua proveniente
de un manantial. El juego de volúmenes y de
colorido es impresionante, pues todo se encuentra
al aire libre entre árboles y enredaderas.
Ahí se localizaba la huerta, mutilada en 1944
cuando se abrió la calle Zela; de ella se conserva
un jardín que remata el lavadero y, al mismo
tiempo, da inicio a la calle de Burgos, donde comienza
el tornaviaje. Ésta es estrecha, pero las celdas
de las monjas alcanzan grandes dimensiones. La de
Manuela Ballón, por ejemplo, tiene dos patios
al frente y uno al fondo, además de las habitaciones
frecuentes en esas casas-celdas.
La calle Burgos desemboca a la calle Granada, que es más amplia. Por ella
se tiene acceso a la guardianía y portería de servicio, que consiste
en un patio con arcos de medio punto soportados por medio de pilares. Se conservan
dos tornos y se presume que el gran salón que hoy cumple la función
de cafetería, pudo ser el almacén. Las monjas que tuvieron los
cargos de tornera y de portera debieron ser siempre de edad madura, por el contacto
que tuvieron que tener con los proveedores del convento.
En
la calle de Granada se encuentra la antigua capilla de la
ciudadela, la misma que remata la calle de Sevilla. Fue construida
a principios del siglo XVII y reconstruida después
de que la destruyera un sismo ocurrido en 1662. Su portada
es muy sencilla, pues consiste solamente en un vano de medio
punto, sin enmarcamiento alguno, aunque con una puerta de
madera tallada. Sobre ella, se abre una ventana cuadrada
y un botagua; su remate no es más que una espadaña
de un solo arco. Pese a su sencillez, el conjunto resulta
armonioso y rico en volúmenes. Debido a que en 1871
la capilla se convirtió en cocina comunitaria, su
interior tiene fogones, trastos y pozos de agua, además
de que sus muros están ennegrecidos por el hollín
del carbón consumido que se empleaba para calentar
los alimentos. En el muro exterior de lo que tal vez fue
la sacristía se encuentra una inscripción que
reza: Alabado sea el Santísimo Sacramento del
altar y la limpia concepción de Nuestra señora
concebida sin mancha ni deuda de pecado original. Jesús,
María y José.
|
Desde este muro se desciende hacia la plaza Zocodóver,
que luce una fuente circular al centro. La pileta tiene
forma de una flor y luce otras flores talladas de las cuales
salen chorreras de bronce. Las celdas circundantes –como
muchas otras de la ciudadela– tienen puertas de madera
labradas con diferentes motivos. Camino al claustro mayor
se encuentra la celda de sor Ana de los Ángeles
Monteagudo, quien vivió de 1602 a 1686. Fue priora
del monasterio y fue beatificada en 1985 por el papa Juan
Pablo II. Amén de dos retratos suyos, uno de ellos
con un altar, en la capilla se exhiben algunas reliquias,
como “el corazón de fray Mariano Moscoso,
obispo arequipeño de Tucumán, y… la
propia lengua –‘incansable en alabanzas a Dios’ e ‘infatigable
en la predicación’– del ilustrísimo
señor Luis Gonzaga de la Encina, XVIII Obispo de
Arequipa”. (13)
|
Bajo el escudo de la Orden de Santo Domingo se abre
la puerta que da acceso al refectorio, un gran salón
con bóveda de cañón corrido que
tiene un púlpito desde el cual se leían
textos sagrados. De ahí se llega al claustro mayor,
todavía en uso por las monjas. Su construcción
se llevó a cabo entre 1715 y 1721. Su patio es
rectangular y corre paralelo a la iglesia. A lo largo
de los corredores encontramos lienzos de medio punto
con escenas de la vida de Cristo y de la Virgen, además
de algunas advocaciones marianas, entre las que puedo
mencionar “el retrato verdadero de Nuestra Señora
de Monserrate”, con la tez blanca, como fue originalmente.
Uno
de los elementos más llamativos del claustro son
los confesionarios: cuatro para las monjas y uno para la
priora. Son pequeños cubículos con planchas
de hojalata perforada que miran hacia uno de los muros
de la iglesia, donde se colocaba el confesor. Se accede
a ellos por medio de una escalinata y su corredor se encuentra
protegido por una balaustrada de madera.
|
La visita concluye en la Pinacoteca, ubicada en una gran sala
en forma de cruz latina, que fue dormitorio comunitario de
1861 a 1970, fecha en que el convento fue abierto al público.
Hoy alberga una importante colección de esculturas y
pinturas de la escuela cuzqueña. Al fondo se colocó un
retablo de madera tallada y dorada. Es de un solo cuerpo con
remate; tiene las figuras centrales del Calvario y una pintura
con la escena de Cristo atado a la columna. Al frente, se encuentra
una mesa de altar, seguramente del siglo XVIII, con pinturas
que representan el Sagrado Corazón de cada una de las
personas de la Santísima Trinidad, coronados y rodeados
de flores.
Desde
lo alto, la vista de la ciudadela da idea de un barrio medieval
en miniatura, con sus callejuelas angostas y serpenteantes,
sus casas con patios interiores, puertas de madera talladas
con gran imaginación, imágenes sagradas entremezcladas
con flores, árboles y fuentes; todo ello bajo la cúpula
de un cielo limpio y azul.
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Ciertamente, la vida en el interior no la podemos imaginar
sencilla quienes hemos vivido no sólo “en el mundo”, sino especialmente
en una época de opciones casi ilimitadas y con libertad de elección.
Sin embargo, ese ambiente debió de ser muy favorecedor para la vida
monacal y, sin duda, debió de facilitar el camino
hacia la espiritualidad, hacia el encuentro con Dios, objetivo
central de la vida religiosa.
Recorrido iconográfico >
Inserción en Imágenes: 23.08.07.
Foto de portal: Convento de Santa Catarina de Arequipa.
Fotos:
Martha Fernández.
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