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Antonello de Messina: un puente eterno hacia
la modernidad
Lectura, a través de la pintura
metafísica,
del San Sebastián de Antonello
Olga Sáenz*
maolga@servidor.unam.mx
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En la Scuderia del Quirinale,
en la ciudad de Roma, se presenta en estos días una
extraordinaria exposición sobre la obra pictórica
de Antonello de Messina (c. 1430-1479). La inauguración
se llevó a cabo el 18 de marzo y la muestra permanecerá abierta
hasta el 25 de junio. La curaduría estuvo a cargo
de Mauro Lucco de la Universidad de Bolonia; la investigación
científica correspondió a Giovanni Carlo Federico
Villa de la Universidad de Bérgamo. Ambos académicos
han estudiado y difundido la producción pictórica
del artista siciliano, quien ya merecía una revisión
más acuciosa en torno a su vida y obra, por la trascendencia
que ha tenido a lo largo de los siglos en la plástica
italiana, hasta alcanzar la era de la modernidad.
La destrucción y pérdida documentales ha favorecido el surgimiento
de textos aproximativos en torno a la biografía de Antonello de Messina.
Así ocurrió con el relato de Vasari, autor de Las vidas de
los más excelentes pintores, escultores y arquitectos (1550), quien
imaginó los pasos que debió seguir el artista siciliano para incursionar
en la alquimia colorística de la pintura al óleo, con base en las
lecciones que recibió del artista flamenco Jan van Eyck.
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Después de largos silencios,
siguieron los estudios de Giovanni Battista Cavalcaselle,
quien catalogó la obra del pintor. Gaetano La Corte
Cailler realizó un importante hallazgo documental:
descubrió documentos notariales de la familia de Antonello
y su testamento personal fechado en 1479. Fenómenos
naturales como terremotos y maremotos sepultaron cualquier
referencia al artista de Messina. Parecería, pues,
que también la naturaleza ayudaría a ocultar
y a mitificar la vida y obra del trascendental pintor del quattrocento italiano.
Fue hasta
el presente siglo cuando teóricos e historiadores hicieron el
armando del complejo rompecabezas en torno al proceso creativo de Antonello de
Messina. Fruto de ese aciago y secular rescate fue la magna exposición
en la Scuderia del Quirinale, que aquí reseñamos, donde se reunieron
y apreciaron los diversos géneros de su producción pictórica:
los célebres San
Jerónimo; sus enigmáticas Madonas; las imágenes del Ecce
Homo (1474) que muestran las cualidades plásticas del artista al
representar las emociones a partir de una aguda observación de la realidad;
las insignes Anunciaciones con la representación de la virgen
pensativa, quien recibe el mensaje divino con fe razonada; sus famosos retratos
que transparentan diversos ángulos de la personalidad del modelo; su Crucifixión (1475)
y, para concluir la visita al espacio museístico, la admiración
al eximio San Sebastián del Museo de Dresden, obra maestra que –como
veremos– ha trascendido el paso del tiempo para ocupar un lugar paradigmático
en la historia del arte universal de la era moderna.
Fueron Giorgio de Chirico (1888-1978) y su hermano Alberto Savinio quienes, para
fundamentar las tesis de la llamada Pintura Metafísica, tornaron la vista
a las expresiones pictóricas de la antigüedad clásica, con
el fin de recobrar y regresar al dominio del oficio de la pintura. Ambos realizaron
una ácida crítica a las vanguardias artísticas que se sucedían
de manera intermitente, con el único objetivo –según De Chirico– de “parecer
originales, de lucir una personalidad, (refugiándose) conejilmente tras
la égida de trucos multiformes”. (De Chirico, El retorno al
oficio.)
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En ese mismo ensayo, el
pintor metafísico sintetizó enfáticamente
su concepción plástica: Pictor classicus
sum. Esa fue su búsqueda y reencuentro con los
pintores del pasado, quienes se subordinaron a las indicaciones
de los maestros, capaces estos últimos de “ejercer
un control y fungir como jueces e inspectores para con los
menores”; o bien, como los pintores flamencos quienes, “reunidos
en congregaciones o sociedades, elegían un presidente
que tenía facultades de infligir castigos, imponer
multas y hasta expulsar de la corporación al pintor
que se hubiera hecho culpable de descuido”. (Ibid.)
Dentro de esta vía al “retorno al oficio”, Savinio dictó –con
mensaje doctrinario– el camino para perfeccionar el arte: “nos llama
a elevarlo y reconducirlo a esos destinos que le son señalados: al clasicismo”.
Para llegar a ese perfeccionamiento en el oficio pictórico, puntualizó con
visión trascendente: “Clasicismo que, por supuesto, no es regreso
a formas antecedentes, preestablecidas y consagradas por una época transcurrida,
sino logro de la forma más apta para la realización de un pensamiento
y de una voluntad artística.” Aquí debemos entender que Savinio
de ninguna manera invitó a sus coterráneos a realizar copias serviles
del arte del pasado; por el contrario, incitó a la creación artística
en pleno uso de la libertad individual, “la cual no excluye de ninguna
manera las novedades de expresión, más bien las incluye, hasta
las exige”. (Savinio, Finalidades del arte.)
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Éstos fueron los cimientos
teóricos que sirvieron a los hermanos Giorgio y Alberto
para fundamentar su pintura. Pero no sólo miraron
hacia atrás para vertebrar su arte y formular el ideario
respecto al mismo; sabedores del legado testamentario del
pasado artístico italiano, observaron en su dirección
para enriquecerse con iconos que ellos recodificaron con
signos de la modernidad. No en balde, De Chirico confesó su
reencuentro con el “espíritu italiano” en
la pintura del quattrocento. “Efectivamente,
en este siglo el fatigoso trabajo realizado a través
de todo el medioevo, los sueños de medianoche y las
magníficas pesadillas de un Masaccio y de un Paolo
Uccello, se resuelven en la claridad inmóvil y en
la transparencia diamantina de una pintura feliz y tranquila,
pero que conserva en sí una inquietud… Fenómeno
de belleza metafísica que tiene al mismo tiempo algo
de primaveral y de otoñal.” (Giorgio de Chirico, La
manía del Seicento.)
De Chirico encontró la “belleza metafísica” de la pintura
del quattrocento italiano en la obra del maestro suizo Arnold Böcklin
(1827-1901). De él se refleja “la sonora claridad de los palacios,
de las piedras y de los paisajes romanos”. De Chirico identificó en
la pintura böckliana las fuentes icónicas que lograron alcanzar “el
sentimiento de sorpresa y turbación”, al señalar y comparar
el proceso cognoscitivo que el creador de la Pintura Metafísica experimentó frente
a las obras simbólicas de Böcklin, al comparar su vivencia con el
suceso que ocurre al encuentro de personas o sitios desconocidos, pero que en
el instante vivencial evocan experiencias que en apariencia se percibieron en
el pasado.
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Dentro de la producción
böckliana, y con el propósito de explicar el
sentimiento de “sorpresa y turbación”,
De Chirico citó la pintura El centauro con el
herrador –obra paradigmática dentro del
proceso creativo del artista suizo–, sobre la cual
reflexionó: “la visión le habrá llegado
de repente. La extrañeza del hecho se vuelve aún
más poderosa por la clásica solemnidad de la
composición”. Además, De Chirico rescata
cualidades conceptuales y formales a través de las
cuales Böcklin logra “la espectralidad mesurada
de ciertas apariciones giottescas o uccellianas”. Y
para referirse a la intensidad metafísica de la obra,
se detiene en “la profundidad maravillosa del cielo,
que hace pensar en ciertos cielos de pintores antiguos; el
cielo del San Sebastián de Antonello de Messina”.
(Giorgio De Chirico, Arnold Böcklin.)
Fue, por tanto, el San Sebastián flechado del pintor siciliano
una fuente de conocimiento metafísico para los pintores de la modernidad.
Con esta excelsa pintura se clausura la exposición denominada Antonello
de Messina, a través de la cual se conmemora el trascendental arte
del quattrocento italiano.
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La figura emblemática del martirio del santo
permite recordar una de las obras que pertenece al periodo
veneciano de su creador, proveniente de la Escuela de San
Roque, en 1478. La pintura fue concebida durante un periodo
en el cual la ciudad marítima fue azotada por la peste,
de ahí la representación del santo protector
contra la epidemia que mermó a la población
veneciana. También rememora el pasaje del martirio
del santo herido por las flechas de los soldados de Diocleciano,
por convertirse a la fe cristiana. La figura central, cuya
fuerza compositiva surge de la zona inferior hacia la parte
superior, permite advertir la cercanía de la cabeza
del santo con la bóveda celestial, cubriendo todo
el paisaje urbano de la ciudad veneciana –a manera
de cúpula– con las arcadas y fortificaciones
de las que también De Chirico se ocupó, otorgándoles
una connotación metafísica.
El San
Sebastián de Antonello de Messina
adquiere así una connotación distintiva, al
tender un puente atemporal y perenne entre el clasicismo
pictórico y la plástica dechirichiana de la
modernidad.
Inserción en Imágenes: 15.06.06.
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