Elisa
García Barragán*
elisagbm@hotmail.com
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V.V.A.A., José Damián ortiz de Castro.
Maestro mayor de la catedral de México, 1787-1793,
México, UNAM-Conaculta, 2008, 181 pp.
Antes de referirme a los textos que integran el libro José Damián
Ortiz de Castro. Maestro mayor de la catedral de México
1787-1793, editado por la UNAM y el Conaculta, menciono
un poco de historia.
El
hallazgo de la Caja del Tiempo en el globo remate de
la recién restaurada torre oriente de la Catedral
Metropolitana, inspiró al doctor Xavier Cortés
Rocha, director de Sitios y Monumentos del Patrimonio
Cultural del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes
(Conaculta) la necesidad de subsanar una injusticia:
el olvido en el que había caído el arquitecto
veracruzano José Damián Ortiz de Castro,
autor de dichas torres. El resultado de tan feliz idea
se concretó en la presente edición a través
de los nueve ensayos que conforman esta espléndida
monografía. Debo reconocerle también al
doctor Cortés Rocha el incluirme en el libro con
el texto titulado: “La Nueva España en la
segunda mitad del siglo XVIII. Momento de constructores
de luminosidades”; ello me permitió revisar
esos años en los que la Ciudad de México,
en lo que se refiere a sus edificios, traza urbana y,
sobre todo, en su ciudadanía, comenzaba a transformarse.
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En la
investigación se trataba de abandonar un envolvente pasado secular,
y aquí sigo a Paul Hazard, “un pasar de ilusiones y sufrimientos”,
en el atento seguimiento de un vastísimo santoral y sus consecuentes
y casi diarias procesiones. La población, no obstante la vigilancia
del clero, propugnaba por mejorar la vida cotidiana gracias al fomento
de la educación. Es decir, un todo resultante de la fusión
de los ideales y propósitos del universo que concluía y
la apertura hacia un mundo prometedor, como dice Hazard, de “luminosidades
en los hermosos edificios claros que se construirían y en los que
prosperarían las generaciones futuras”. Por ello, no asombra
encontrar en tal desarrollo finisecular la placentera convivencia de estilos:
el barroco y el neoclásico. Asimismo, encontramos ideas dentro
de esas mismas corrientes en las cuales se desenvolvió la vida
y actividad de una pléyade de pensadores inmersos en el avance
de las ciencias, gracias a dos trascendentales instituciones laicas: la
Real Academia de las Tres Nobles Artes de San Carlos de la Nueva España
y el Colegio de Minería, además de recomposiciones religiosas,
siempre bajo el amparo de la Virgen de Guadalupe.
Resulta imposible
glosar cada uno de los sustanciales ensayos de la edición del libro, centrados
en la relevancia del arquitecto oriundo de Coatepec, Veracruz, referidos someramente
a sus días, sus obras y sus logros obtenidos en el arte edilicio; capítulos
enfocados desde los diversos temperamentos y emoción de sus autores.
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Martha
Fernández, en “José Damián Ortiz
de Castro. El maestro mayor de arquitectura”, con
su seriedad y conocimientos característicos, lleva
el recuento de tan connotados constructores, pues los ha
estudiado muy de cerca y de manera por demás acuciosa
y devota, como se observa en sus artículos y libros
sobre, por citar un par de casos emblemáticos, Juan
Gómez de Trasmonte y Cristóbal de Medina
Vargas. La historiadora del arte revela cómo los
maestros mayores, por su pericia, fueron “arquitectos
oficiales, arquitectos de confianza”; el primero
de ellos, nombrado por el virrey don Luis de Velasco (1559),
fue el español Claudio de Arciniega, quien trabajara
en la construcción de la Catedral. Tan puntual revisión
se fundamenta en indagaciones en la intrincada selva de
los archivos, de ahí proviene su información
sobre ordenanzas y otras disposiciones legales. También
por ella sabemos que ser alarife y arquitecto significaba
lo mismo.
Por
otra parte, Mónica Cejudo Collera, en “José Damián
Ortiz de Castro en el Palacio Nacional”, resalta
otra de las habilidades del arquitecto, al capturar su
participación en la Casa de Moneda, situada en parte
del terreno que ocupa hoy el Palacio Nacional. Ella deslinda
las actividades ahí realizadas por el sobresaliente
ingeniero militar Miguel Constanzó, seguidor del
estilo neoclásico, maestro y amigo de José Damián
Ortiz de Castro. La estudiosa, una de las mejores conservadoras
que ha tenido el Palacio Nacional, refiere la juventud
del arquitecto veracruzano, 22 años, cuando lleva
a cabo sus tareas en la Casa de Moneda. Asimismo, pudo
palpar, si se me permite la expresión, tramo a tramo
del edificio, y tan puntual análisis la llevó a
desvelar cómo, guiado por Constanzó, el quehacer
de Ortiz de Castro se centró en la intervención,
el diseño y la construcción de varios grupos
de espacios. De manera destacada de él provino “la
aplicación de las técnicas de edificación
más exitosas de cuantas fueron utilizadas en el
siglo XVIII”. Y añade: es en “la realización
de los conjuntos de pequeñas y grandes soluciones
de entrepisos, cubiertas y azoteas, a los que dicha Casa
[de Moneda] ha debido su perdurabilidad”.
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El
paso del arquitecto por la Real y novohispana Academia
de San Carlos es comentado por Ignacio Salazar; él
informa que ahí obtuvo el conocimiento sobre los
grandes tratadistas, entre otros, Vignola y Vitrubio, de
quienes José Damián Ortiz de Castro, además
de lo aprendido con el ingeniero Miguel Constanzó,
fundamentó sus derroteros hacia el “nuevo
estilo”, en el cual llevaría a cabo sus plurales
tareas. El autor también comenta que fue con los
planos para la reedificación de la antigua iglesia
de Tulancingo como el arquitecto obtuvo el nombramiento
de Académico de Mérito por dicha Escuela.
Es
precisamente en Tulancingo donde centra su artículo
Luis Ortiz Macedo; primero revisa la calidad constructiva
de la actual catedral de Tulancingo; comunica la historia
del sitio, donde se erigiera inicialmente el convento de
ese nombre, y después del detenido examen que su
experiencia y sabiduría en restauraciones le proveen,
analiza palmo a palmo los muros antiguos y da cuenta de
la nueva catedral ideada por Ortiz de Castro. Subraya el
autor el talento del maestro mayor al adecuar la nueva
edificación a la restringida área que diferentes
apropiaciones al terreno inicial habían dejado;
conjuntamente pone en claro su modo de subsanar tal reto.
Posteriormente, se refiere a los aciertos del artista,
sobre todo en la portada neoclásica, elaborada,
dice, bajo una definida mesura y simetría, guardando
la relación proporcionada y adecuada al espacio
interior. Para ejemplificarlo, Luis Ortiz Macedo dibuja
la fachada conforme a lo diseñado por José Damián
Ortiz de Castro, con la finalidad de apuntalar su aserto
de que en la catedral de Tulancingo “el neoclasicismo
y su unidad estética se mantienen en el conjunto
como una constante”.
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Toca a Xavier
Cortés Rocha revelar la apreciación valorativa de la totalidad
de trabajos de los cuales se ocupó el arquitecto de Coatepec, que a la
distancia transparentan una obra grandiosa, anudada a lo mejor de su profesión
de arquitecto, concretada en la Catedral Metropolitana. Respecto al edificio,
siguiendo lo dicho por Manuel Toussaint, informa del concurso en el cual José Damián
Ortiz de Castro participara y por medio del cual obtuvo el beneficio de terminar
el relevante monumento: torres, fachada y cúpula. Xavier Cortés
Rocha incluye los proyectos de los arquitectos en tal competencia: Joaquín
García de Torres e Isidoro Vicente de Balbás. Nada de lo ejecutado
en la catedral por José Damián Ortiz de Castro queda en el olvido;
documenta todos los pasos desde los presupuestos hasta las estrategias constructivas
y artísticas. Por otra parte, en un seguimiento más completo, contempla
las mejoras urbanas llevadas a cabo por el veracruzano, medidas propiciadoras
del bienestar y salud para la población, describe su participación
en el embellecimiento de las plazas capitalinas que se vieron adornadas por un
mobiliario urbano, fuentes, etcétera, y cita el impar relieve “La
conquista de Tenochtitlán”, en el muro que cierra el atrio de la
Iglesia de San Hipólito en la Ciudad de México.
Enteran, aún
más, acerca de lo realizado en la rehabilitación de la Catedral
Metropolitana los tres últimos ensayos, los cuales, mayormente de carácter
científico y técnico, recalcan otro de los magisterios de José Damián
Ortiz de Castro. Así, Fernando Pineda Gómez y Fernando Carmona,
restauradores de las torres, indican el dominio de la “estereotomía
y de la geometría descriptiva de Ortiz de Castro”, y la manera de éste
para corregir las deformaciones impuestas por la perspectiva a la percepción
humana. Ese esmerado relato lo elaboran con el apoyo de varios dibujos de las
plantas, a partir de la que está “a la par de la feligresía”,
y con planos de los cortes transversales de tales pináculos, concluyendo: “puede
afirmarse incluso que las torres, las cúpulas y la silueta misma del monumento,
describen a los artistas novohispanos como la base de la sociedad que surgió de
la armonía entre dos culturas”.
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Roberto Meli
Piralla y Abraham Roberto Sánchez Ramírez definen los desafíos
a los cuales, con ingenio y talento, se enfrentó el veracruzano. En la “descripción
de la estructura de las torres”, destacan la geometría de los distintos
cuerpos. Sus documentadas afirmaciones señalan la existencia de las cajas
del tiempo en cada una de ellas; mencionan que en la revisión de lo hecho
por Damián Ortiz de Castro se incluyeron los múltiples tratamientos
efectuados en ellas. Coloridos esquemas de diafragmas de soportes, gráficas
del movimiento de las torres, bellos dibujos de los remates, de las tan singulares
campanas, ejemplifican el difícil y científico proceso.
Julio Valencia
Navarro, bajo la mística del fervoroso restaurador, está cierto
de la existencia de un compromiso para las generaciones futuras de velar por
la preservación del patrimonio. Valencia da fe de la existencia de un
plan maestro para las rehabilitaciones en la catedral. Dramáticas fotografías
ilustran su texto e informan del deterioro sufrido. Los hallazgos: pinturas murales,
indicaciones sobre el maestro mayor, etcétera, sin duda le fueron, además
de sugerentes, emotivas. Por ello detalla el contenido de la Caja del Tiempo:
un pergamino, un relicario, un fragmento del hueso de San Juan Nepomuceno, una
cera de
agnus, varias medallas y monedas, cruces de palma, estampas
de santos y, consecuentemente, la imagen de la Virgen de Guadalupe. Es decir,
la síntesis de lo que a los habitantes de la Nueva España les conmovía,
les era esencial: religión y economía.
Los citados
escritos, o diría mejor, los nueve pilares del libro, encierran el estudio
pormenorizado sobre el maestro mayor y Académico de Mérito José Damián
Ortiz de Castro. La obra llena de forma admirable los fines para los cuales fue
redactada: cada parte está aprehendida y situada estéticamente.
En el libro se revelan los esfuerzos para documentar la totalidad histórica,
evolutiva y crítica del más señero monumento de la capital
y de su gran arquitecto. Se trata de una edición seria, básica,
y por lo mismo este libro no debe faltar en las bibliotecas, no sólo de
los especialistas en el arte edilicio de las postrimerías del virreinato,
sino en la de cualquier mexicano orgulloso de su ciudad y su catedral.
Es imprescindible
mencionar al arquitecto José Rogelio Álvarez, coordinador editorial,
a quien se debe el bello diseño del libro, y el muy acertado acomodo de
las magníficas ilustraciones. Varios fueron los dibujantes de planos isométricos
y plantas y varios los fotógrafos que colaboraron para lograr esta magnífica
edición. Para todos ellos vayan nuestras felicitaciones.
Inserción en Imágenes: 25.11.09.
Foto de portal: fachada de la Catedral con las escaleras
de los campanarios marcadas en rojo. Planos realizados
por Agustín Hernández.